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La patria de todo hombre es la infancia, que dijo Rilke. Aunque nací en el sanatorio de la Fuensanta, en Murcia, mi casa familiar, entonces, estaba en el barrio de San Antonio de Alguazas. Una cesárea motivó el traslado de mi madre, por consejo de ... la comadrona Pilar Sánchez Cañas, para evitar complicaciones. Quizá por eso mi padre quiso hacer que constara en el registro civil que mi nacimiento fue en nuestro pueblo y no en la capital.
Abandonamos aquel barrio cuando mis padres decidieron edificar sobre la casa de mi abuela María y por ello nos trasladamos a la que se llamó calle Pinar y Sánchez Bravo, hoy de las Escuelas. Pero a comienzos de la década de los setenta regresé a él porque mi tía Dorita abrió allí una tienda de comestibles en la que, ahora lo reconozco, fuimos inmensamente felices. Mi abuelo Enrique y ella vivían en un piso situado justo encima de aquel establecimiento de la calle Heredia Spínola. Mi vuelta a aquella barriada supuso un reencuentro vital. Comprendí en esos días que la vida era como ir sobre una bicicleta en la que, si querías mantener el equilibrio, tenías que pedalear sin descanso. La academia del maestro Gregorio Martínez, los partidos de fútbol en la era del Molino, la acequia cercana y el río Mula, la consulta del practicante Modesto Asís, la barbería de Ginés Campillo –donde me inicié en la lectura de la prensa–, la zapatería de Marín, las oficinas del Butano Alarcón o las casas de tanta gente a la que quise y me quiso.
El barrio de San Antonio, en aquellos años, parecía el escenario de una película del neorrealismo italiano, con personajes y decorados pintorescos. Había casas señoriales, como la de Paco y Remedios Serna, dos seres magnánimos e inmensos en su generosidad. Y las había modestas, como la de un amigo al que apodamos 'El catalán' y a la que yo acudía a jugar, en ocasiones, regresando a la mía con la ropa impregnada del olor al humo que desprendía su chimenea de leña. Allí estuve una tarde de Nochebuena y el recuerdo del calor de aquel hogar sencillo y humilde siempre me reconcilia con lo que puede llegar a ser la auténtica felicidad.
En la estrecha calle de Los Hernández jugábamos interminables partidos de fútbol. Solía hacerlo con chavales mayores que yo. Había que tener mucho tino y habilidad a la hora de patear el balón para no romper algún cristal de las puertas del vecindario. Me asombra ahora recordar lo benevolentes que eran, sobre todo, algunas de aquellas mujeres que nos permitían pelotear a nuestras anchas como si de un estadio olímpico se tratara.
En junio, las fiestas en honor a San Onofre y San Antonio tenían en el barrio connotaciones especiales, al estar allí ubicada la hornacina del segundo de los patronos. A las competiciones infantiles se unieron las verbenas y a ellas una multitudinaria comida, donde el arroz preparado por el cura Antonio Meseguer cobraba protagonismo, concluyendo con la procesión del santo en la que los mozos portaban y bailaban la imagen encaramada a un pequeño trono. Siempre me evocó aquello lo que en su 'Caligrafía de los sueños' describió Juan Marsé en torno a su barrio: «En verano, durante los días perfumados de fiesta mayor, adormecida bajo un techo ornamental de tiras de papel de seda y guirnaldas multicolores, la calle alberga un grato rumor de cañaveral mecido por la brisa».
Alguien dijo que la felicidad era la certeza de no sentirse perdido. En aquellos años, al menos los de mi generación, nunca nos sentimos extraviados en aquel barrio de nuestra infancia, donde los recuerdos siguen siendo los hilos prendidos de nuestra alma. Por eso ahora intentamos vivir mirando de reojo al pasado, pero enfrentándonos al futuro con el optimismo que nos permite el destino que nos aguarda; ello, a pesar de que, en ocasiones, la mezquindad busque horadar entre la mediocridad que impera, desde hace un tiempo, por quienes perpetran según qué decisiones para con los suyos. Aunque vivir sería tarea imposible si todo lo recordáramos; quizá el secreto estriba en lo que debemos y lo que no debemos olvidar.
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