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Con grandioso alarde de pompa y circunstancia –la 'grandeur' francesa es lo que tiene– se ha inaugurado la restaurada catedral de Notre Dame de París, tras el devastador incendio que arrasó con buena parte de su estructura. No sin polémica centrada en las nuevas vidrieras ... de vitrales y rosetones acerca de la procedencia de su reemplazo, dispuestas ahora las precedentes a formar parte de un museo catedralicio. En el armazón de los edificios góticos, religiosos y civiles revistieron destacada importancia los ventanales, a diferencia de la arquitectura románica cuyos gruesos y cerrados muros deparaban interiores oscuros y sombríos. Gracias al refuerzo exterior de las paredes, por un admirable sistema de arbotantes y contrafuertes, fue posible elevar la altura con las bóvedas de crucería y diseñar ventanales y rosetones por los que penetra tamizada la luminosidad del exterior. Ajimeces y rosetones decorados con vidrios multicolores, con representaciones de pasajes bíblicos con la intención de mensaje educativo para los fieles proporcionan una ostensible luminosidad en tantas excelsas construcciones, catedrales, monasterios, iglesias y edificios civiles, en enclaves medievales como muestra insuperable de excelsas obras maestras del arte.
Es sabido el impacto de la luz solar sobre el estado de ánimo del individuo al determinar sus ritmos circadianos de vigilia y sueño en un estímulo que incita a concretas áreas del cerebro a secretar hormonas –como la melatonina– que deparan sensaciones emocionales de carácter positivo. Es lugar común en el sentir colectivo el carácter adusto, taciturno, melancólico de los habitantes de regiones sombrías, neblinosas, con una penumbra persistente, frente a la tipología efusiva, expresiva, vehemente de las zonas meridionales, soleadas, con tendencia a la sociabilidad y lo festivo. En ese arcano insondable acerca del modo en el que señales materiales captadas del entorno por los sentidos condicionan los vaivenes del espíritu. Más aún ahora que contribuye al estado melancólico el ocaso, al difuminarse la claridad a muy tempranas horas de la tarde. La tristeza otoñal de las grisuras del crepúsculo, frente a la expansión primaveral y de resplandor diáfano contrapuestos.
De estas inferencias se desprende la idea de que la luz se asocia a la felicidad en esa demostrada relación entre condicionantes meteorológicos y estabilidad emotiva, argumento que estos días lleva de la mano la pretensión del alumbrado navideño de las calles. Esa luz que en manos de gestores municipales trata de insuflar bienestar, júbilo y alegría, en un escenario ya dispuesto en el que campean engalanados escaparates con motivos alusivos, flores, guirnaldas en calles alfombradas y abarrotadas de gente. Con el especial atractivo de la omnipresente exhibición de deslumbrantes decoraciones de luces multicolores con formatos imaginativos, en un diseño renovado cada año, cuando ese pregonar las festividades navideñas se ha decantado de manera esencial hacia la exhibición masiva de fuentes luminosas.
Se trata de alardes de lámparas y focos en una competición que, hasta hace pocos años, en razón de la economía, se solventaba con imaginación al alcance de los presupuestos de la municipalidad, cuando en pueblos y ciudades se despachaba con un escueto letrero colgado a la entrada deseando Feliz Navidad, con el complemento obligado de alguna que otra estrella centelleante y poco más. Por estos pagos el cambio operado ha sido de enorme impacto. Salvando las distancias, quizás cabría situar los antecedentes en un deseo de imitación importada de la omnipresente cultura norteamericana, representada por el cine como modelo para condicionar costumbres foráneas y estilos de vida. En particular, en películas centradas en la época navideña en la ciudad de Nueva York, con gentes apresuradas en grandes almacenes, con su Papá Noel a las puertas y nieve amontonada en calles y las inevitables escenas de patinadores en la pista de hielo del Rockefeller Center. En esto, como en tantas otras cosas, aquí se han superado estos modelos traídos, en una pugna por ver quien alumbra más, con un inequívoco desparrame resplandeciente de colores vivos, refulgentes, centelleantes, que resaltan en la negrura de una noche que en escueto atardecer pronto se abate sobre la ciudad. Las críticas inciden sobre la desmesura del consumo energético y la contaminación asociada, si bien las luces led atenúan su impacto, sin remediar la deplorable contaminación lumínica y sus efectos sobre los ritmos vitales del resto de seres vivos del entorno. Invectivas sumadas a una suerte de desvirtuar el espíritu inicial de las celebraciones navideñas, algo sin vuelta atrás, condicionado por esa explosión sensorial de estímulos visuales, auditivos y gustativos. Iluminaciones con la mirada, melodías callejeras o impresiones gustativas con las frecuentes comidas. En una amalgama de persuasiones ante las que subyace el rescoldo íntimo de paz y amor, bienvenido sea la huella de luz por unos días.
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