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Resulta inimaginable volver la vista atrás para vislumbrar cómo podíamos apañarnos hasta no hace tanto sin hablar a todas horas. En el paisaje urbano cotidiano es habitual toparnos –literalmente– con una interminable sucesión de personas perorando sin cesar, aferrados a móviles. Con asombro, en ocasiones, ... al cruzarnos a quien suponemos enajenado, gritando a solas por la calle, gesticulante, con aspavientos que para sí quisieran los italianos meridionales, que ya es decir. Pese a semejante facundia cada vez se habla peor. Se ha devaluado la palabra como instrumento de comunicación para relacionarnos con nuestros semejantes. Un declive apreciable no solo en las comunicaciones estrictamente privadas, extensible asimismo al discurso público, degradado, cuando la oratoria tampoco es lo que fue en su momento.
Cabe señalar la pobreza de registros de la elocuencia parlamentaria, en franco declive, como hemos tenido ocasión de comprobar en recientes debates de amplia repercusión informativa. Se ha perdido el impacto del que ha gozado desde tiempo inmemorial el discurso. Sin capacidad para influir en el ánimo de los oyentes, de persuadirles a través del lenguaje, con argumentos consistentes tanto como por la forma de expresarlos mediante el ejercicio de la retórica. Entendida como una habilidad de la oratoria pública para modelar las costumbres y dirigir los destinos de la sociedad en defensa de la verdad, la justicia o la virtud. Con la belleza hecha voz... Durante centurias, el funcionamiento de las instituciones públicas, el gobierno de la comunidad, los tribunales se fundamentaron en el estudio, conocimiento y aplicación práctica de la retórica en los más diversos foros. La plaza pública, el púlpito, el estrado, la cátedra, la tribuna. Su estudio era parte esencial de la educación en la formación integral de la persona educada. Una disciplina parte del Trívium junto a la lógica y la gramática. Pero como ha venido ocurriendo, de manera lenta pero continuada, ha sufrido las consecuencias del progresivo desmantelamiento de las humanidades en los planes de estudio, olvidando su cometido clave como piedra angular de la educación personal tanto como cívica. Pero en esas andamos, sin tregua por el momento, sin visos de, por infortunio, revertir la situación.
Considerada la retórica como una habilidad del aprendizaje para persuadir, emocionar o encauzar propuestas con elocuencia clara, diáfana, elegante, bien expuesta. Para lo que se necesita un amplio bagaje cultural y saber exponer con convencimiento las ideas propias, de manera brillante, capaz de conmover el ánimo de la audiencia, de influir en sus posturas y decisiones. Con admirables ejemplos de discursos que en su momento derribaban gobiernos o inducían decisivamente en disposiciones comunes de la sociedad, con frases inmortalizadas o proclamas parlamentarias categóricas para dirigir los destinos de la sociedad.
Un tanto abrumados, cuando no saturados, con el aluvión de declaraciones, las tribunas han perdido la contundencia, el tono de afirmación que caracterizó al parlamentarismo durante mucho tiempo. De oradores clásicos como Cicerón o actuales, entre nosotros Castelar o Manuel Azaña, capaces de expresar ideas con miras elevadas y propósitos de cambio y creadores, aspiración de todo buen gobernante, pero lo que percibimos suele ser un espectáculo de bajo perfil. Amén de añadir a la pobreza de recursos de oratoria mostrar poco respeto en las intervenciones con expresiones groseras o malsonantes. O montar deprimentes teatrillos, destinados a impresionar con exhibiciones reivindicativas en lugares que merecen decoro y respeto. Ya Cicerón, maestro indiscutido de la retórica, calificaba los insultos desde la tribuna como «falacias emocionales», una suerte de desahogos pasionales cargados de ímpetu inútil, sin contenido, funestos para la lógica racional y la sensatez requerida propia de cualquier debate. Las ideas formadas preconcebidas apenas se mueven un ápice, en denodados esfuerzos por convencer a una audiencia asentada con firmeza y enrocada en sus posiciones de partida, inamovibles y escasamente proclives a dejarse convencer. Al menos por medio de la palabra. Un ejemplo claro suelen ser los mítines, ahora que llega un periodo en el que vamos a convivir con convocatorias de este tipo a las que por lo general solo acuden los convencidos de cada parte.
Como consecuencia de esta penuria, mengua y decae el interés por participar en asuntos que conciernen a todos. Habituados a gracietas y chascarrillos de ocurrencias en los medios de redes sociales, verdaderos protagonistas de la información actual, donde prevalece el fraseo corto y la imaginación irónica, adobados con el insulto fácil tras la máscara del anonimato. Por un efecto de retroalimentación, con su implantación prepotente, han ahogado en buena medida las fuentes de comunicación tradicionales. Una pena puesto que, como señala Cicerón, nada hay, por increíble que pudiera parecer, como para que la oratoria no pueda hacerlo aceptable para quien lo escucha.
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