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A la Cofradía del Amparo en su Viernes de Dolores.
El dolor, experiencia esencialmente humana y, al mismo tiempo, un enigma difícil de definir. No ... es solo una sensación física producto de un daño tisular o un desajuste orgánico, sino también una vivencia emocional y espiritual que varía según el individuo. La Asociación Internacional para el Estudio del Dolor lo describe como «una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada o similar a la asociada con daño tisular real o potencial». Esta definición técnica, demasiado alambicada, deja una sensación de frialdad sin captar su enunciado la complejidad subjetiva del sufrimiento. Mucho más problemático, resulta difícil de ser entendida y valorada por otros. El lenguaje se muestra insuficiente cuando se trata de expresarlo. Como afirma Virginia Woolf, mientras la poesía permite manifestar el amor con facilidad, el sufrimiento se resiste a ser encapsulado en palabras: «Cualquier colegiala cuando se enamora cuenta con Shakespeare o Keats para expresar sus sentimientos; pero dejemos a un enfermo describir el dolor de cabeza a un médico y el lenguaje se agota de inmediato». Comunicarlo se enfrenta a la barrera fundamental de su subjetividad. Sin herramientas objetivas para medirlo, la medicina recurre a escalas numéricas que intentan traducir en cifras una vivencia personal e intransferible. El dolor físico puede ser minimizado, exagerado, silenciado con resignación o incluso manipulado con intenciones interesadas. Carentes de medidas justas, fiables, para poder cuantificar y calibrar su verdadera dimensión resta atenerse a lo narrado por quien lo sufre. De ahí a minusvalorar su importancia como su intensidad real, con conclusiones desacertadas para remediarlo. Cada persona lo siente de modo diferente, lo experimenta matiza y expresa de acuerdo a su modo de ser, condicionado por sus recursos verbales y su carácter, con riqueza de términos descriptivos o una parquedad difícil de interpretar.
Desde los albores de la civilización, la cultura occidental, como recogen los poemas homéricos, ha intentado plasmar el sufrimiento humano a través de expresiones artísticas, literarias, musicales, teatro, cine, pinturas esculturas... De las últimas esta pretensión alcanza una excelsa manifestación en las tallas religiosas del periodo barroco, al fraguar en rostros y expresiones gestuales un compendio de la intensidad de la aflicción humana. En estas jornadas pasionales hay una excelente oportunidad para exponer el patetismo y descubrir la emoción transmitida por esas figuras en el esplendor de los tronos procesionales de la Semana Santa. No solo muestra del dolor físico de la pasión de Cristo, quizás, en su más acabada expresión, representada en las imágenes de las Vírgenes Dolorosas, encarnando con realismo conmovedor la pena de una madre ante la pérdida de su hijo. Las representaciones de estas Vírgenes discurriendo por el entramado urbano reflejan con maestría la angustia, la congoja y la desesperanza. En sus rostros, esculpidos con una expresividad conmovedora, trasciende lo religioso para convertirse en símbolos universales del dolor. La prodigiosa mano maestra de los artesanos manejando gubias, buriles, escoplos y cinceles dota a estas imágenes de un realismo tal que sus lágrimas parecen palpables y su aflicción, contagiosa. Estas esculturas representan la imposibilidad de traducir el sufrimiento en palabras y, al mismo tiempo, la necesidad de compartirlo. Su lenguaje es silencioso, pero poderoso: la inclinación de la cabeza, la mirada perdida, las manos entrelazadas en gesto de impotencia... todo contribuye a transmitir el desconsuelo de una madre que ha perdido a su hijo.
En cada imagen, en cada trono procesional, se materializa un esfuerzo por hacer visible lo invisible, otorgarle forma y dar sentido a una emoción tan humana como inefable. Es una manifestación concreta de la aflicción que, como ocurre con el sufrimiento real, se resiste a ser definida con precisión. Cuando el lenguaje se queda corto, pero la hechura es elocuente.
En cada rincón de nuestra geografía las procesiones combinan fervor, tradición y participación popular, en un despliegue de iconografías que cautivan tanto a quienes las viven como a quienes las contemplan. Así, la Semana Santa no solo es una expresión de fervor religioso y tradición, sino también una reflexión sobre la naturaleza del dolor y su representación. Nos recuerda que el sufrimiento es una constante en la experiencia humana y que, aunque las palabras puedan fallarnos, el arte y la devoción han encontrado maneras de hacerlo visible y compartido a lo largo de la historia. Las Vírgenes Dolorosas, con su gesto de resignación y pena contenida, nos confrontan con la universalidad del padecimiento humano. Encarnación de un sentimiento universal, el desconsuelo de una madre, en una amargura que trasciende lo religioso, esencia que aflige y perturba el ánimo, en la eterna búsqueda de la humanidad por dar idea y sentido al dolor.
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