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Ni un día sin conciertos musicales multitudinarios. O al menos concedamos que prácticamente se celebran todos los fines de semana por cualquier rincón de la geografía nacional. El pretexto es lo de menos, grupos y solistas cautivan multitudes en recitales de todo tipo de géneros ... melódicos, acontecimientos populares hasta no hace tanto reservados para realce de ocasiones festivas, ceñidas a fechas concretas anuales de especial relevancia. Estos espectáculos conocen ahora un inusitado esplendor para solaz y divertimento de legiones de entusiastas seguidores, capaces de desplazarse y disfrutar sin descanso durante horas. Incluso con el peaje de dedicar días antes del acontecimiento a una sorprendente imagen callejera con aficionados pernoctando a las puertas de los recintos acampados en sucintas tiendas de campaña para ocupar las primeras filas una vez abiertas las puertas. Nada chocante por otra parte que la convocatoria, en lo que respecta a grupos, alardee de imaginativas denominaciones, si acaso con alguna discreta referencia en su enunciado a algún rasgo diferencial sobre cualquier idiosincrasia tocante con el lugar de celebración. Por descontado en inglés. Aunque tampoco hace falta. Como toda concentración pública esta aceptación masiva tiene su peaje por su emplazamiento en zonas concretas de las ciudades con los inconvenientes que supone para el vecindario. De hecho, la disyuntiva como recogen informaciones recientes, reside en articular áreas, pabellones o recintos fijos, o una suerte de turno rotatorio a distribuir entre distintos barrios. Está reciente la polémica de grandes recitales de estrellas mundiales de la canción en el remozado estadio Santiago Bernabéu. Igual que por estos pagos donde la cuestión reside en que si la Fica o la Nueva Condomina, o en un hipotético y nuevo pabellón por determinar. Aparte de problemas de transporte, logísticos, de infraestructuras esta siempre presente la eterna polémica del ruido. En esta disyuntiva se encuentran organizadores y autoridades municipales para conjugar merecida diversión con respeto al descanso.
Los sonidos excesivos alteran la convivencia, no solo por estas veladas puntuales y concretas. El ruido ambiental es una lacra habitual y cotidiana. A los tradicionales estruendos de tráfico y la perenne actividad constructora y reparadora de viviendas, aceras y calzadas, súmense locales de ocio frecuentados a horas insólitas, alarmas que saltan por doquier. como a escala menor pero instaurada gesticulantes parlanchines a voz en grito desatados por las calles provistos de teléfonos móviles. No estamos libres de esta plaga inmisericorde abatida sobre nuestros atribulados tímpanos, incluso al pretender escapar a supuestos entornos de naturaleza preservados. Allí motos y todoterrenos perturban senderos de montaña o plácidas aguas marinas. El estruendo resultante ahoga la posibilidad de solazarse con sonidos placenteros excluidos de nuestra sensibilidad auditiva. El rumor del agua, el embate de las olas del mar, el silbido del viento en las copas de los árboles, el chapoteo del agua surcada en un bote de remos... y tantos otros en ese correlato placentero silenciado por la destemplanza. Hollada la naturaleza en su quietud pálido reflejo del silencio cósmico que se adivina en las esferas celestes. Las ondas sonoras armoniosas desencadenan sensaciones placenteras en el espíritu, razón de los acordes vocales y las cadencias musicales. Silencios y ritmos relajan la mente y propician suaves un aparente estado de laxitud del cuerpo propicio para la ensoñación próximo a estados de felicidad. Resultante de ecos y armonías gratas, apacibles archivados en neuronas olvidadas en la corteza cerebral, cuando la estridencia está omnipresente. En la reivindicación cotidiana y constante de un silencio favorecedor, incluso beatifico, forman parte de ese recuerdo olvidadas señales de tráfico prohibiendo tocar el claxon, situadas a la entrada de pueblos y ciudades. O la majestuosa hache mayúscula, indicando guardar silencio por la proximidad de un hospital. Una callada presencia, preceptiva en centros sanitarios, recordada con el signo universal del dedo índice sobre los labios.
El sentido del oído capta ondas sonoras, su impulso estimula regiones cerebrales capaces de transformarlas en sensaciones y emociones. Una cualidad asombrosa del funcionamiento exquisito del cuerpo humano cuando decibelios materiales se transforman en emociones. Al sosiego y la quietud se opone el panorama de ruidos con serias consecuencias sobre el propio oído y el equilibrio psíquico. De modo instintivo, reflejo, el ruido se percibe como una amenaza desencadenante de un estado de alerta. Una tensión que depara irritabilidad, agresividad, disminución de la concentración y del rendimiento laboral, incapaces de un sueño reparador para desarrollar actividades normales. No son ajenos problemas sociales y económicos producto de griteríos y algarabías a deshoras, con broncas y altercados, pérdida de valor de inmuebles en entornos contaminados acústicamente, desagradable realidad por infortunio habitual. Las leyes y decretos ante estos desafueros requieren sustentarse en el recurso esencial de la educación.
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