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Dice una conocida canción procedente del musical 'My fair lady' que «the rain in Spain stay mainly in the plane», que, traducido libremente al castellano, nos llegó como «la lluvia en Sevilla es maravilla». Más o menos se parece ¿no? Pues bien. Es posible que en Sevilla la lluvia sea maravillosa, pero en Murcia, ¡ay, en Murcia!, en Murcia les puedo garantizar que no. Más bien lo contrario. La lluvia en Murcia es una lata. Claro que, como decimos por aquí, por dos días que llueve a lo largo del año tampoco nos podemos quejar demasiado. ¿A que apenas nos acordamos ya del último aguacero? Con eso del cambio climático, que ya todos nos lo creemos menos Donald Trump, los dos días están aumentando a alguno más. En recientes meses de 2019 nos cayeron dos DANAS de aúpa, que dañaron seriamente todo lo dañable. Y si no que se lo pregunten a los vecinos de Los Alcázares y cercanías. Claro que, por otra parte, las lluvias torrenciales sirvieron para que Pablo Casado descubriera que el asesino del Mar Menor fue la mentada DANA. Los nuevos cultivos en terreno de secano, las toneladas de nitratos que necesitan, las edificaciones junto al mar, las ramblas cortadas por obras, se libraron de toda sospecha. Ya pueden seguir estos con su actividad. El culpable está en la puñetera naturaleza. Con dos narices.
Mire usted por dónde en eso nos parecemos un urbanita un poco izquierdoso como yo y el líder de un partido de derechas: la lluvia es muy mala, cosa con la que estarán en absoluto desacuerdo los huertanos y campesinos que viven de ella, porque las miajas del Trasvase son cada vez menores. Fíjense que me denomino urbanita, es decir, persona que vive en la ciudad con las ventajas e inconvenientes que eso conlleva. Tales inconvenientes aparecen cuando caen dos gotas cerca de la Catedral; porque cuando son más hay que echarse a temblar.
Cuento lo que me pasó uno de esos últimos días de lluvia y juzguen ustedes mismos. Por azarosa coincidencia tenía que ir a Madrid en fecha en la que se anunciaban fuertes aguaceros. Después de ver mapas y pronósticos comprobé que sí, que iba a llover, pero que en el trayecto ferroviario hasta la capital no había dificultades. Tenía billete para el primer Altaria sensato de la mañana, el de las nueve y pico. Poco después de las ocho salía de casa, armado de gabán, sombrero y paraguas y anduve los cincuenta metros que me separan de la parada de taxi de Cetina. Ya me lo imaginaba: ni medio vehículo rematado con luz verde me esperaba. Llamé a la centralita, en la que, como usuario regular me conocen, y saltó el siguiente mensaje: 'Todos nuestros operadores están ocupados. Llame dentro de unos minutos'. Ya me lo imaginaba, decía, porque cuando en Murcia caen dos gotas nos quedamos sin taxis. Estos son los que son, pasan mucho tiempo parados, hay que reconocerlo, pero debería haber alguien que inventara algo así como reforzar la plantilla cuando fuera necesario. Digo yo, que no entiendo de esto. Sigo.
De Cetina a la estación del Carmen tardo normalmente unos veintipocos minutos andando. Cuando el tiempo y el peso del equipaje lo permite, suelo ir paseando tan ricamente. Sin embargo, esa media hora del otro día bajo una lluvia por momentos fuerte, con calles poco o nada preparadas para chaparrones, que te hacen meter la pata, nunca mejor dicho, una acera sí y otra también, me caló hasta los huesos, a pesar del gabán, sombrero y paraguas. Cuando en Murcia llueve, llueve de verdad. Llegué a la vetusta estación, con tres taxis libres en su parada, y reparé en que los bajos de mi pantalón estaban calados. ¡Qué barbaridad! Esperé el común retraso del Altaria secándome como pude y pensando que estas cosas me pasan por viajar. Si me quedara en mi casa, como decía mi madre, no me sucedería nada de esto.
Escribí esto en mi asiento de clase turista, añorando cuando a los profesores de universidad nos pagaban los billetes en preferente, chocando los codos con los de un señor que también manejaba su portátil. Pensé que, gracias a la calefacción, llegaría seco a Madrid. Cuando me subí ya había parado de llover. El episodio soportado fue para fastidiar a los que trabajan, a los que llevan los críos al colegio, a los que viajan. Porque, poco después, las calles aparecerán limpias, con sus losas sueltas o rotas, pero limpias, los paraguas se habrán cerrado, las paradas de taxis estarán llenas de luces verdes, los bajos de mis pantalones secos, en suma, la vida habrá recobrado su pulso natural. Solo la perturbó la llegada de un chaparrón de esos que ves cómo el agua chisporrotea en el suelo, produciendo divertidos pequeños reventones de burbujas. Divertidos si los ves tras el cristal de una mullida cafetería, o desde la ventana de tu casa con su sostenible calefacción. Porque si tienes que salir a la calle, ir al médico, marchar de viaje manejando equipaje y paraguas a la vez, el agua que chisporrotea en el suelo no parece tan divertida.
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