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Si lleva tres años muerto, ¿por quién doblan las campanas?

Sábado, 19 de octubre 2019, 03:04

La situación dramática del Mar Menor no es cosa de broma, tampoco debería ser de política, ni de protagonismos, ni de estrategias electorales, ni de intereses económicos egoístas. Ni siquiera de filosofías o ideologías, sino de soluciones. Pero, por desgracia, somos incapaces. La necesidad de catastrofismo para ser alguien es algo que no entiendo bien. El Mar Menor ha venido sufriendo agresiones superpuestas desde que tengo memoria y desde que se puede remontar uno en la historia. Los que llevamos más de 30 años no solo denunciando, sino apoyando con investigación y datos las consecuencias de las actividades humanas, hemos sentido la maldición de Casandra. En ese proceso hemos comprendido los entresijos de un ecosistema singular que era capaz de hacer lo que muy pocas otras lagunas pueden, ser productivo y al mismo tiempo mantener las aguas transparentes, siendo apto para deportes náuticos, baño familiar o talasoterapia. Esto lo conseguía gracias a su gran heterogeneidad ambiental, biodiversidad y complejidad ecológica.

En los momentos en los que asoma la catástrofe siempre afloran voces de denuncia, que son bienvenidas porque uno piensa que ayudan a sensibilizar a la sociedad y conseguir que sus gestores (sean gobierno u oposición) por fin sean conscientes de que juegan con nuestro futuro y es importante que se centren en resolver los problemas y no en ganar elecciones, acumular poder o un retiro bien asegurado. En los momentos de calma, esas voces se apagan, mientras otros siguen investigando cómo funcionan las cosas, convencidos de que, si la capacidad de resolver problemas es importante ante las catástrofes, lo es más la de anticiparlas y no llegar a sufrirlas.

Desde finales de la década de 1970, he visto pasar gobiernos, presidentes y consejeros de UCD, PSOE y PP. Con unos se desencadenó un urbanismo desaforado, se dragó el Estacio y empezaron a proliferar los puertos deportivos. Con otros se realizaron las regeneraciones de playas, cambió la agricultura y comenzó la eutrofización, y los últimos siguieron lo que los anteriores comenzaron. Porque en el Mar Menor, cada agresión no ha venido a sustituir a la anterior, sino a sumarse a ellas.

En todas y cada una de esas fases, ha habido denuncias en prensa y trabajos científicos que respaldaban la argumentación. También había quien trataba de desmentirlas, no pocas veces desde el mundo también de la ciencia (aunque generalmente sin el trabajo científico que lo respaldara). Ante el dragado del canal del Estacio y sus efectos en la invasión del alga Caulerpa prolifera que volvió anóxicos los fondos y provocó la caída de la pesca del mújol; y hubo quien, desde algún centro de investigación, llegó a afirmar que eso ayudaba a descontaminar el Mar Menor (entonces de las aguas residuales ya que no había alcantarillado) y cito textual que lo que habría que hacer era «construir un canal que una el Mar Menor con Cartagena». En la década de 1980 fueron las playas. Ya en los 90, ante las proliferaciones de medusas, y la denuncia por nuestra parte de que eran una respuesta del ecosistema a la entrada de nutrientes por la rambla del Albujón ayudando a mantener el agua limpia, desde el ámbito científico se nos descalificaba diciendo que eso era un problema global común a todo el Mediterráneo. Esto le vino muy bien a quienes en ese momento gobernaban y se dedicaron a pescar medusas en lugar de ir a la raíz del problema. Estábamos en un gobierno de un color, que al poco tiempo fue sustituido por el de otro, pero el planteamiento no cambió.

Hasta que llegó la famosa sopa verde. El sistema no pudo más y perdió su capacidad de respuesta. Lo advertimos como inminente en 2015, explotó en 2016. Se planteó si se habría sobrepasado el punto de no retorno. Nuevamente se levantaron voces de denuncia. Esta vez fue tan evidente que hubo un vuelco en la sensibilidad y movilización social y, más novedoso, política. Por fin se miró a la ciencia como base para la toma de decisiones. Se constituyó un comité científico para que asesorara desde todas las disciplinas, se actuó para que se cortaran los vertidos... Estos se redujeron lo suficiente como para que el Mar Menor demostrara que aún luchaba por su integridad y se inició un proceso de recuperación, débil y tocado por las lluvias torrenciales y las altas temperaturas en 2017, más sólido en 2018. Pero en lugar de percibir esa capacidad de recuperación, se negó. Y nuevamente surgieron voces desde centros de investigación afirmando que la transparencia del agua no significaba nada (y se ignoraban los procesos ecológicos que había detrás y la recuperación de las comunidades), y la pérdida de las praderas de Caulerpa se magnificaba frente a la reoxigenación de sus fangos anóxicos, la recuperación de las capas de algas microscópicas y su refaunación.

Y en estas discusiones volvieron las entradas de aguas con nutrientes. Nadie las paró. No importaba que el deterioro que se estaba produciendo de nuevo no fuera comparable aún al de 2016. Más importante que luchar por la reanimación era sacar la pancarta de la sopa verde y el certificado de defunción. Y perdimos la gran oportunidad de hacerlo bien. La DANA nos ha venido a demostrar lo lejos que estaba de estar muerto. Y las aguas y nutrientes siguen entrando por un freático demasiado alto. Si no lo rebajamos, de poco servirá todo lo demás. Podemos seguir discutiendo, pero hay muchas responsabilidades que asumir y no siempre donde muchos creen o desean. ¿Qué pensamos hacer mañana?

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