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Me llamo María

Cuando pienso en las penalidades de todas esas gentes, me parece mentira que haya quienes abominen de la inmigración

Domingo, 6 de diciembre 2020, 08:57

Los aficionados al teatro recordarán que hace unos años, pocos, una compañía canaria con el curioso nombre de Unahoramenos, presentó en el Circo una espléndida obra titulada 'Me llamo Suleiman'. El texto, adaptado de una novela de Antonio Lozano, cuenta la historia de un niño maliense que intenta salir de su país en busca de una nueva vida en Europa, operación que practican miles y miles de nativos, dadas sus precarias condiciones de vida. El autor lo hace desde el punto de vista de Isabel, compañera de escuela del protagonista, lo que le daba al montaje una especial emotividad. A base de dibujos animados proyectados en una pantalla al fondo del escenario, se nos describía los avatares de Suileman y su amigo Musa, que debían vencer mil calamidades para llegar a España. Primero por tierra, en angostos camiones que cruzan el desierto; luego por mar, en débiles pateras, asistimos al intento de lograr unos pequeños ahorros que les permitieran volver a su país y establecerse allí de manera segura. Algo parecido a lo que hicieron muchos españoles que fueron a Alemania en los años sesenta. El viaje de los chicos africanos resultaba un desastre, como podrían contar miles y miles de subsaharianos que intentan una experiencia similar. Algunos lo consiguen, pocos; la mayoría mueren en el intento.

Me viene a la memoria este caso cuando leo en la prensa y veo en la televisión imágenes sobre lo que está pasando en el puerto de Arguineguín, al sur de Gran Canaria, con la llegada incesante de inmigrantes, tantos, que nadie recuerda algo igual. En 2006 se presentaron en aquellas islas casi 32.000 personas, huyendo de la guerra y la pobreza. La novedad de este otoño está en que ahora la mayoría de los que vienen proceden de Marruecos, con su pasaporte y, algunos, con recursos bien guardados para sobrevivir. Ya no escapan de guerras; emigran por necesidad. Son empleados, vendedores callejeros, taxistas, guías, parados por una pandemia que ha vaciado su país de turistas, y no tienen otra salida que buscar un futuro fuera. Por si les faltara algo, ahí está el coronavirus para romper cualquier esperanza de supervivencia.

Cuando pienso en las penalidades de todas esas gentes, me parece mentira que haya quienes abominen de la inmigración, demonicen a los que vienen del sur, crean que nos quitan el pan, y cosas parecidas. El color de la piel sigue marcando muchas de esas pautas, a pesar de estar en el siglo XXI. Incluso formaciones políticas hay con programas para ahuyentar al expatriado incluso a patadas. Lamentable.

Llevo tiempo ayudando a una mujer que pide en un lugar de la calle de Correos. Es delgada, más bien alta aunque casi siempre la veo sentada en un minúsculo taburete, rostro enjuto que podría ser bello ahora tapado por la mascarilla, de color de piel marrón claro y brillante. Pide sin pedir con un vaso de papel que retiene entre sus manos. Jamás suplica nada. No habla. Por eso le doy cuanto puedo y con cierta frecuencia. Solo la oigo decir gracias. No acostumbro a dar limosnas, y menos a los clanes que flanquean impunemente las puertas de las parroquias. Tengo otras formas de colaborar con instituciones que lo merecen. Pero esta mujer... me apena demasiado. Sé que es insuficiente lo que le damos quienes pasamos por allí. Preferiría no pensar en ello, como tampoco en los que estos días deambulan por las playas canarias. Ojos que no ven... Pero esta indigente que está sentada en una minúscula banqueta de la calle de Correos ejemplifica mejor que nadie la injusticia de un mundo cuya felicidad depende de que nazcas kilómetro acá kilómetro allá. El otro día me atreví a hablarle. Le pregunté por su nombre: María, como la madre de Jesús. Le pregunté de dónde venía: de Mali, como Suleiman, el de la historia de Antonio Lozano. Si tenía hijos: uno me dijo. Que cuánto tiempo llevaba en España: ocho años. Que si trabajaba: lo que puedo y lo que me dejan. ¿Por eso tienes que pedir? Sí. Me di cuenta de que, pese a su aparente cordialidad, lo suyo no era conversar. Le mostré una sonrisa que no pudo apreciar por mi máscara, y me despedí. Enseguida imaginé lo que sufrió en esos dos mil quinientos kilómetros entre su Mali natal y cualquier costa murciana o andaluza. Un día le pediré más datos de su aventura, si la pandemia nos lo permite. Por cruda y simple curiosidad.

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