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Las restricciones impuestas a los contactos sociales, durante el prolongado confinamiento por la actual pandemia, propiciaron nuevas alternativas de entretenimiento. En lugar destacado se registró un considerable aumento del consumo de televisión –y de otras alternativas de distracción electrónicas– a las que son proclives las ... jóvenes generaciones. Quizás por el sosiego y la quietud de espíritu, la reclusión tuvo como consecuencia agradable el incremento en la compra de libros. Apuntemos que con la saludable intención de leerlos. Se supone. Matiz este a considerar, ya que no se trata de una correlación exacta. Ojalá el aumento de las ventas se haya visto acompañado de la lectura de esos ejemplares.
Hay un curioso término acuñado por los japoneses para describir el fenómeno singular –más común de lo que se supone– de adquirir libros de manera compulsiva. Ese deseo no se acompaña, una vez satisfecho el impulso, por un hecho que pudiera resultar obvio, como es su lectura. Es una afición o manía peculiar, sin relación ninguna con que el relato, tras ojear unas cuantas páginas, atrape o no el interés. O defraude por su contenido, cuando se había imaginado otra cosa. Al igual que en otras pulsiones de consumo, el ejemplar pasa a formar parte de un creciente montón, y su lectura se aplaza para mejor ocasión. Hasta que, pasado un tiempo, dormita en un rincón, cubierto por una pátina de polvo. Y así se va reincidiendo sin visos de solución, atraídos por novedades y posibilidades de quedar enganchados por el autor, de quien se pensaba que podría seducirnos con su narración.
Es palmario que el auge del comercio de libros resulta excelente para los libreros. Aunque es un colectivo al que los modernos hábitos de compra están relegando, debido a impersonales adquisiciones, sin duda eficaces y rápidas, que lo ponen en trance incluso de desaparecer. Se pierde así su notable predicamento como fuentes de consejo, acerca de novedades o posibilidades agradables. Y quedamos privados, poco a poco, de entrañables librerías repletas de anaqueles en los que ojear. O pasear entre los estantes, que es motivo de sensaciones muy apetecidas. Este tipo de compra, a veces arrebatada, impulsiva, arrastra otra servidumbre –no exenta de debate– entre continente y contenido. Se debe ello a que, en las actuales viviendas, existe la dificultad de almacenar tantos volúmenes como se adquieren. Pero esa es otra cuestión.
Ciñéndonos al ámbito del lector, la ausencia de relaciones sociales públicas ha contribuido a que proliferen textos que traen relatos sobre vivencias y sensaciones durante el encierro. Sea en forma de diarios, apuntes o consejos a cargo de autores, parafraseando a Marsé, encerrados con un solo juguete. Han brotado también las inevitables referencias a los textos canónicos, ficticios, sobre historias de pestes y pandemias. No faltaron los archiconocidos, desde el 'Decamerón', 'El diario del año de la peste', de Swift, o 'Los novios', de Manzoni. La primacía por descontado corresponde a 'La Peste', de Camus, por las similitudes con el actual contexto.
Menos citada es 'La muerte en Venecia', del genial Thomas Mann. El modo singular de describir el ambiente sofocante de la laguna veneciana, respirando miasmas, a las que se consideraba responsables de una pestífera infección –en este caso por el cólera– está resuelto con trazos admirables. En tan descollante narrativa relucen sentimientos vitales, alrededor de circunstancias como la belleza de una ciudad y las andanzas de un personaje, paradigmas de la decadencia. La pasión amorosa desenfrenada, irresistible, que genera la contemplación de la belleza del entorno y del andrógino adolescente del que se enamora el autor. Arrastrado este sin freno por su pasión desbocada, hasta la pulsión de la muerte. La acción, durante la estancia en Venecia, parte de un hecho banal, fortuito. Es fruto de un incidente nimio, por azar. Y ese azar gobierna a su capricho los vericuetos por los que transita nuestra andadura vital. El sendero que se intuye libre de obstáculos se interrumpe de forma brusca, con accidentes en apariencia siempre estúpidos. El protagonista, Gustav Von Aschembach, célebre escritor alemán, tras muchas dudas y vacilaciones acerca de un necesario reposo, acude a la ciudad palafito en busca del sosiego del espíritu, que es esquivo a su mente. En una Venecia sepulcral, en la que nadie se atreve a contar la verdad de la epidemia, agobiado, sofocado, enfermo, trata de huir del ambiente pestífero, cuando una molesta confusión con sus maletas le induce a regresar. Y lo hace, bajo un impulso irracional, por la evocación violenta de su amor sublimado, que desemboca en definitiva en el encuentro con la muerte.
En la búsqueda del origen de tantos momentos calamitosos, suele rastrearse un lance casual, inopinado, desencadenante de una tremenda convulsión. La experiencia reciente así lo atestigua. En un remoto mercado de aves oriental, alguien se habría infectado con un virus, hasta entonces agazapado en los murciélagos. Desde ese minúsculo suceso hasta la catástrofe mundial en la que estamos sumidos.
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