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Una lata de carne de membrillo

El axioma moderno de que el exceso de información mata la información podría aplicarse con toda la razón a las fotos que guardamos en el móvil

Lunes, 30 de noviembre 2020, 09:01

Algunos lectores recordarán que, antes de que los comerciantes chinos fabricaran álbumes a mansalva y al alcance de todos los bolsillos y de que se inventaran las carpetas con estuches de plástico, numerosas familias guardaban sus fotos más preciadas en una lata vacía de carne de membrillo. Cajas que eran lo más parecido a un muestrario entrañable de historias personales, un tesoro variado de rostros, uniformes, paisajes, posados de boda o comunión, personajes conocidos o desconocidos vestidos con ropajes de épocas periclitadas, entre los que a veces resplandecía el rostro de un abuelo recordado o de un niño que más tarde moriría de fiebres, de un soldado que quizá estuvo en uno de los frentes de la Guerra Civil, en la más lejana de Marruecos o, vestido con uniforme de pistolo, en la de la independencia de Filipinas.

Estos álbumes familiares desordenados, poblados de fantasmas, resultaban ser una apasionante exploración para los niños de la casa y un hondón de nostalgias para los mayores. Nadie se desprendía de ellas y pasaban de una generación a otra, a pesar de que en gran parte no eran otra cosa que un catálogo de emociones y un altar de difuntos.

Y es que a la mayoría de las personas les gusta recordar, quizá porque la memoria y las raíces son un hilo umbilical que une unas generaciones con otras, reforzando la idea de continuidad en el tiempo, de que a pesar de todo no estamos solos o desaparecidos mientras alguien nos recuerde y que formamos parte de una corriente de sangre que nutre la identidad, los sentimientos, así como la pertenencia a un lugar determinado.

Esos álbumes familiares desordenados eran una apasionante exploración para los niños de la casa

Hasta la llegada de la tecnología digital, el cómputo de las fotografías familiares era razonablemente manejable, con variaciones debidas al estatus social. Naturalmente, eran más abundantes en las familias de mayor poder económico, pues revelar un carrete de treinta y seis fotos tenía un cierto coste económico que llevaba a que la cámara se disparara solo con la seguridad de que saldría una buena instantánea.

Cuando las cámaras digitales se popularizaron y, más tarde, los móviles permitieron realizarlas por miles y, además, almacenarlas, el número de fotografías creció de modo exponencial. El axioma moderno de que el exceso de información mata la información podría aplicarse con toda la razón a los depósitos de fotos que los poseedores de un móvil guardamos en sus circuitos digitales. Son tantas las que hacemos, las que nos envían, las que buscamos, que quizá nos volvemos incapaces de distinguir, en el batiburrillo de las que conservamos, aquellas verdaderamente importantes porque reflejan momentos significativos de nuestra vida, de las meramente circunstanciales y prescindibles.

Y lo peor del asunto reside en la caducidad. Las fotos analógicas estaban pensadas para durar. De hecho, aún se conservan muchas de las tomadas en los orígenes de la fotografía, hace más de ciento cincuenta años. Muchas de las que se han producido a lo largo de su historia aparecen todavía en rastros, anticuarios o en las buhardillas de las casas antiguas. A la mayoría de las fotos digitales les aguarda sin embargo un destino de desaparición y olvido. Las instantáneas que les hicimos a nuestros hijos y nuestros padres, a nuestros amigos; las de paisajes que visitamos y en donde gozamos alguna pizca de la felicidad y que más tarde rememoramos con nostalgia desaparecerán arrasadas por la sobreabundancia y la despreocupación. ¿Qué nos quedará cuando también nuestra propia memoria visual desaparezca?

Comparto la definición de que los seres humanos somos memoria (aunque también inteligencia y pasión...) y que por ello es importante cultivarla y protegerla. Los gurús de la tecnología, 'atentos' a nuestras necesidades y su negocio, se han inventado un concepto, que es a la vez un chisme digital, al que han denominado 'La Nube'. Es el lugar, situado metafóricamente arriba (como si fuera un nuevo dios que guarda la memoria del Universo), en el que los ingenuos y los crédulos podrán conservar, de forma que se proclama inexpugnable, como si de un cofre o un arca se tratara, toda la ingente producción digital que fabricamos a diario: tuits, fotografías, mails, vídeos... Un lugar supuestamente a salvo de asaltos y asechanzas. Sin embargo, si los piratas informáticos han sido capaces de violar el acceso al Pentágono y los circuitos electrónicos de los bancos, ¿alguien piensa que la seguridad de 'La Nube' está garantizada?

Por lo pronto, y en lo que a mí concierne, las fotos que hice de las personas a las que quiero, las de momentos inolvidables de mi vida, las de quienes conocí y me orientaron en el andar del tiempo, las voy revelando en un laboratorio que está a dos esquinas de mi casa. Al menos tendrán la oportunidad de durar cien años.

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