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El 12 de diciembre de 2000, la Corte Suprema de los Estados Unidos revocó la decisión del Tribunal Supremo de Florida que había ordenado el ... recuento manual de los votos emitidos en la elección presidencial en la que competían los candidatos Bush y Gore. La Corte, en una decisión que ha pasado a los anales del constitucionalismo, no negó que pudieran haber existido irregularidades. Incluso no descartó que un mejor mecanismo de recuento hubiera podido cambiar el sentido de los votos electorales en juego (unos 300). La decisión se basó en que el procedimiento electoral debía respetarse estrictamente, incluyendo la previsión de que el proceso electoral concluyera antes de la fecha máxima prevista en la Ley, pues ello era lo que permitía asegurar la equidad del sistema en su conjunto.
La lección que nos da la sentencia Gore vs. Bush es la necesidad de profundizar en la dimensión procedimental del sistema democrático: en la idea –básica para toda sociedad democrática– de que el modo de ejercer el poder es tan importante como las decisiones que se tomen.
En nuestro país, algunos fenómenos recientes apuntan a una deriva de lento pero constante y gravísimo deterioro de la institucionalidad y de los procedimientos legalmente previstos de toma de decisiones. Aunque distintos en su origen, gravedad y alcance, aparecen como variantes de una misma patología fenómenos tan dispares como el desafío separatista catalán y su intento de creación de una legalidad paralela; la deriva expansiva del Poder ejecutivo a costa del equilibrio de contrapoderes con el legislativo y el judicial; conocidos casos de corrupción sistémica en el sector público; o el reiterado incumplimiento de las previsiones legales vigentes en la renovación del CGPJ. Todas ellas son, de una o otra forma, anomalías democráticas que socavan los basamentos de la democracia y el Estado de derecho.
Escribo estas líneas tras asistir en el día de ayer al acto de apertura del año judicial en el Tribunal Supremo, presidido por Su Majestad el Rey. Después, por tanto, de escuchar junto a la cúpula de la Carrera Judicial la queja pública expresada por el presidente Lesmes sobre la situación desoladora, insostenible e inaceptable que sufre la Justicia española. El desconocimiento de las previsiones legales en la renovación de dicho Consejo General y el reiterado uso táctico de sucesivas reformas legales para limitar o ampliar competencias esenciales del CGPJ, al gusto y ritmo de intereses partidistas coyunturales, suponen una grave anomalía institucional.
La experiencia demuestra que el sistema institucional es muy vulnerable cuando son las propias instituciones, o quienes las encarnan, las que dejan de creer en ellas mismas, las instrumentalizan o las someten a intereses o procedimientos ajenos a los cauces decisionales preestablecidos por el ordenamiento jurídico.
A la desazón que compartimos los miembros de la judicatura española por el maltrato institucional que está recibiendo el Poder judicial, se suma la constatación del enorme daño reputacional que tal situación está ocasionando en la percepción ciudadana y de nuestros socios europeos sobre la imparcialidad y neutralidad política de la Justicia española. Sin olvidar los problemas que se derivan de la actual imposibilidad legal de cubrir las vacantes judiciales que se van produciendo. Sesenta y cuatro cargos judiciales están ya en esa situación en toda España. En nuestra Región, de los cinco cargos cuyo nombramiento corresponde al CGPJ, dos (las presidencias del TSJ y de la Audiencia Provincial) tenemos nuestros mandatos vencidos, y está vacante desde hace un año una de las tres plazas de la Sala Civil y Penal del TSJ.
Es por eso –y a pesar de eso– que creo oportuno, en mi condición de representante ordinario del Poder judicial en nuestra Comunidad, recordar algo que frecuentemente se olvida: que nuestros juzgados y tribunales cumplen diariamente con su función constitucional con absoluta imparcialidad y neutralidad, ajenos a cualquier clase de influencia indebida.
No es solo que cada día miles de ciudadanos sean atendidos con plena normalidad en nuestras oficinas judiciales. No es solo que decenas de litigios obtengan diariamente una respuesta judicial dictada con arreglo a Derecho y con todas las garantías. Es también que el Poder judicial se ha instalado en el imaginario colectivo como la última y, muchas veces, más efectiva línea de defensa de nuestros más preciados bienes jurídicos. Es el caso de la garantía de nuestros derechos y libertades; de la primacía de la Ley y el derecho; de la protección de nuestros recursos y espacios naturales más preciados; de la salvaguarda de los derechos de los más vulnerables; de la lucha contra fenómenos de corrupción y el derribo de pretendidos santuarios de impunidad; del combate contra la violencia de género y contra la libertad sexual; y así un largo etcétera.
Mientras todo eso sucede, mientras miles de servidores públicos bregan con escasos medios con una litigiosidad galopante, otros –aquellos de los que menos cabría esperarlo– se arrogan e invocan la defensa de la independencia judicial y el Estado de derecho al tiempo que arrasan con sus hechos a una y a otro. Ya lo dijo Bruto: «Parecer buen amigo no es serlo, oh César». El final de la historia ya lo conoce el lector.
«No son los males violentos los que nos marcan, sino los males sordos, los insistentes, aquellos que forman parte de nuestra rutina y nos minan meticulosamente como el Tiempo.»
(Emil M. Cioran, filósofo del absurdo)
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