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El proceso evolutivo del ser humano ha llevado y sigue llevando una velocidad increíble, que contrasta con el de la materia orgánica y el resto ... de vivientes, infinitamente más lento. La diferencia hay que buscarla en las habilidades con que aquel está dotado, en especial su inteligencia y creatividad. De hecho, hemos sido las últimas creaturas que han aparecido en nuestro planeta y, en apenas unas decenas de miles de años, nos hemos convertido en dueños del mismo. Y el caso es que esta velocidad está en incesante incremento, pues cuanto mayores cotas de progreso alcanzamos, más cerca vemos los nuevos y siguientes avances. Para ello, la ciencia y la tecnología son nuestros mejores aliados. Disciplinas como el arte, la música, la pintura, la filosofía, la espiritualidad, etc., nos enriquecen, elevan nuestro espíritu, nos ayudan a crecer y madurar como personas, en definitiva, nos hacen la vida más placentera.
Consecuencia de todo esto es el sentimiento de orgullo de pertenecer a la especie humana. El hombre es el singular reservorio de una luminosa jerarquía de valores, que le distinguen del resto de criaturas y le hacen acreedor de una dignidad sin límites, dignidad en la que nos igualamos todas las personas.
Al mismo tiempo, dominado por una tendencia a la maldad y la perversión, como si de un maligno coronavirus moral estuviese contagiado, esto le conduce a ser el principal enemigo de su propia especie. Desde su aparición en este mundo, el hombre ha practicado el mal y ha plagado la historia de un reguero de violencia y luchas fratricidas. Es el lado oscuro del hombre.
Por consiguiente, el interior del ser humano es todo un microcosmos, un espacio caótico en el que se fusionan manojos de encontrados sentimientos: miedo y coraje, odio y amor, indiferencia y pasión, pereza y diligencia, etc. Son como dos equipos que, desde el interior de la persona, prueban sus fuerzas echando constantes pulsos y, lamentablemente, a veces ganan las fuerzas del mal. Cuando el ser humano levanta su anclaje a una correcta jerarquía de valores, cuando la crueldad se asocia con la vanidad y con las enfermizas ansias de superioridad, entonces puede provocar la aparición de fantasiosos deseos, que devienen en perniciosos excesos y terminan desencadenando males a terceros.
La maldad es la herencia del ser humano, es la mayor pandemia de toda la historia, una historia plagada de violencia cainita, una secuencia sin fin de conflictos bélicos, y todo por la irrefrenable atracción ególatra a sentirse superior, a pensar incluso en constituirse en la divinidad a la que todo el mundo debe idolatrar y someterse. Y a esa finalidad se enfoca todo, procediendo, si es necesario, a la destrucción del adversario.
Eso sí, todas las agresiones se visten con el traje de una semántica acomodaticia, repleta de eufemismos, intentando justificar lo injustificable, y siempre hay líderes, inmediatamente respaldados por sus incondicionales, que lo justifican; incluso en un alarde de malabarista, culpan al agredido en lugar de al agresor.
Ignoro si ocurría lo mismo en siglos pasados, pero lo cierto es que, en el que damos por sentado que es el continente más civilizado del planeta, el de hondas raíces cristianas, la cuna de la cultura universal, cuando, después de haber sufrido las dos guerras mundiales más devastadoras de la historia, creíamos haber aprendido lo suficiente para no volver a las andadas, resulta que, de forma increíble, nos encontramos en pleno siglo XXI, el siglo del consolidado estado de bienestar, con otra guerra convencional en el mismo corazón de Europa. Es una guerra a la que no podemos sentirnos indiferentes, porque nos implica a todos, por cercanía y por intereses económicos y geoestratégicos.
Son forzosas algunas preguntas: ¿cómo puede ser tan ciego el hombre, para tropezar no una, sino mil veces, en la misma piedra? ¿Dónde queda la supuesta racionalidad que se le acredita al ser humano? ¿Cómo puede existir una mente tan perversa, que induzca a la confrontación bélica? ¿Y cómo puede haber personas, que, por una malsana obediencia, se conviertan en acérrimos y fanáticos seguidores del maldito líder? Solo se explica por una cierta indigencia mental, personas de pensamiento vacuo, que se dejan arrastrar ante ofertas ilusas y populistas.
Las circunstancias actuales en Ucrania nos interpelan como seres supuestamente racionales, integrantes de una humanidad que, a veces, parece que va a la deriva, navegando por un mar de aguas procelosas. Se estima que más de 6 millones de ucranianos han realizado su diáspora, refugiándose en países europeos; más o menos la misma cifra que ha supuesto la diáspora venezolana, solo que, mientras esta última lleva 6 o 7 años, la primera se ha desarrollado en poco más de dos meses.
Conflictos que tardan el tiempo de un parpadeo en estallar, dejando heridas que tardan décadas en sanar. Es como si el hombre no supiera o no pudiera vivir sin conflictos, peleas, riñas, luchas, contiendas, etc. Hoy, Ucrania es la figura del bíblico Abel, cuya sangre derramada clama al Cielo por haber sido víctima de su hermano Caín, hoy representado por el sátrapa ruso.
Tal vez caigamos en el pesimismo de pensar que, en ese combate interno entre las fuerzas del bien y del mal, puede resultar vencedor este último, sin embargo, algo nos alienta a no perder la esperanza de construir e instaurar un mundo mejor, confiados en que los mejores valores del ser humano prevalecerán sobre su lado oscuro.
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