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Me pregunto acongojado cuántas de las muchas personas, civiles y miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, que han participado durante días, con una entrega de corazón y una generosidad de cuerpo admirables, en el rescate del pequeño Julen, tendrán en alguna ocasión sueños inquietantes, ráfagas imprevistas de tristeza, sensaciones extrañas y agridulces...; todo ello, tras el empeño noble, a contracorriente de un destino escrito con enorme crueldad, en hacer retornar a cielo abierto a una inocente criatura, y también consecuencia de la herida que deja el haberlo logrado sin que el niño ya respirase. Me pregunto cuántos amigos, de todos los familiares rotos por el dolor de la temprana muerte, de ese injusto entierro en vida que Julen ha soportado, de su agonía que ni imaginar podemos, sentirán de cuando en cuando un temblor inesperado, un soplo de pesar, la necesidad imperiosa de no perder de vista a sus seres queridos más indefensos.
Y esos padres, ¿cómo ponerse en su lugar? El segundo hijo que les es arrebatado tan pronto que parece mentira; ¿qué harán ahora, qué consuelo tendrán? Esos padres, todavía jóvenes, que han visto a un país entero volcado en el deseo, pese a la dureza amarga del terreno y de la aplastante realidad, de que Julen protagonizase un milagro. Un país, por unos largos días, atravesado por una corriente de empatía, de solidaridad, de buenos sentimientos. Julen podría haber sido nuestro hijo, nuestro hermano, Julen ha vivido todo este último tiempo en mitad de nuestras comidas familiares, presente en las entradas y salidas de colegios y guarderías, columpiándose en los parques y jardines al lado de otros críos de su edad, y en los dormitorios angelicales de millones de niños que, ellos sí, se despertaban a la mañana siguiente y todo comenzaba de nuevo.
Un país entero. Una triste noticia que lleva por nombre el de una criatura caída al vacío, qué terrible oscuridad, qué desconcierto insoportable, qué historia para no dormir. Padres, madres, esposas, novias, abuelos, compañeros, hermanos, superiores...; ha sido mucha la gente que ha tenido algo que ver de un modo más directo con esta tragedia. Todos ellos relacionados con los que han colaborado en el rescate: guardias civiles, mineros, bomberos, sanitarios, operarios, voluntarios, policías, empresarios, vecinos del lugar, rostros anónimos rezando en sus casas, en las iglesias, en las mezquitas... Un país dando otra lección de saber prestar auxilio colectivo, de saber hacer las cosas bien, incluso con la delicadeza que la ocasión requería.
Un niño devorado por las profundidades de un maldito pozo que debía estar tapado, un niño que pasó veloz de jugar con toda la vida por delante, a la antesala oscura y vertical de la muerte; preso del pánico, hacinado en un ataúd fortuito, sin conocimiento alguno sobre el Más Allá que le esperaba agazapado allí abajo, un lugar ya inolvidable porque albergó todo el terror que un niño jamás debería conocer y una procesión sagrada de lágrimas.
Me he familiarizado con los rostros de sus seres más queridos y, también, con los de esa gente anónima que ha dejado un poco de su vida en esta historia de principio y final trágicos; rostros en los que a veces se palpaba el intento conmovedor por no naufragar y venirse abajo ellos también. No sé, quizás todos sabían que era imposible volverlo a ver con vida, pero está claro que no querían que su cuerpo permaneciese más tiempo abandonado tan lejos, casi en el centro de la Tierra. Respeto enormemente ese irracional anhelo por no pasar el resto de la vida imaginando al hijo o a cualquier otro ser amado convirtiéndose en polvo en lugares tan inaccesibles, y también todos los esfuerzos, humanos e incluso inhumanos, que conllevan las tareas del rescate, aunque solo sea, perdida incluso toda esperanza, para acariciar su rostro una vez más.
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