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Cuando el árbitro galés Derek Bevan pitó el final del partido, Nelson Mandela y el capitán de los 'Springboks', François Pienaar, respiraron profundamente, a sabiendas ... de que ya nada volvería a ser como antes.
El 24 de junio de 1995, en el estadio Ellis Park de Johannesburgo, mientras 63.000 espectadores, blancos y negros, se abrazaban jubilosos, en Sudáfrica, y en todo el continente africano, comenzó a cicatrizar una herida que llevaba siglos supurando. Aquel partido de rugby supuso el ocaso de un larguísimo y oscuro periodo de odio y rencor, y el inicio de una etapa marcada por la aceptación y el perdón. La historia es bien conocida, fue recogida en el libro 'El factor humano', escrito por el periodista John Carlin, y llevada a la gran pantalla con el título de 'Invictus'.
Tuve la suerte de hablar con John Carlin de todo aquello mientras recorríamos los barrios marginales de la ciudad de Dacca, en Bangladesh.
John era uno de los cinco periodistas que me acompañaron en el rodaje de mi proyecto 'Un juego llamado esperanza', una película que mostraba, a través de cinco niños y niñas, el enorme poder transformador del fútbol, en un viaje que me llevó por los cuatro continentes.
Aquel periplo por los arrabales del mundo, donde una pelota se convertía en un símbolo de empoderamiento y pacificación, un objeto capaz de sanar, cambió para siempre mi percepción del fútbol y del deporte.
Pablo, Givara, Rodrigo, Oulimata y Nupur no eran, ni mucho menos, promesas futbolísticas, eran solo niños abrazados a una pelota, como quien se abraza a un salvavidas para no ahogarse.
Para ellos, aquel objeto redondo significaba mucho más que fútbol.
Un remanso de paz en mitad del fuego cruzado entre bandas criminales de la favela de Río en la que vivía Rodrigo. Las risas que hacían olvidar a Givara el recuerdo de los cuerpos desmembrados por las bombas en Alepo. El derecho de Oulimata a jugar, a seguir siendo niña, ahora que había tenido que dejar sus estudios para trabajar y ayudar a su familia. El recuerdo de aquella época, en la que Pablo aún podía correr con sus dos piernas, antes de que la enfermedad lo postrara para siempre en una silla de ruedas. La oportunidad de sentirse libre en medio de aquel inmundo y abigarrado 'slum' en el que vivía Nupur.
Para mucha gente, el fútbol es más que una competición. Mucho más que un vergonzoso baile de cifras, o el mejor escaparate para las marcas y las estrellas que prescriben sus productos.
El fútbol puede ser esperanza, sobre todo para aquellos que no saben lo que es ganar, aquellos que sueñan con cambiar una vida convertida en derrota.
El empeño de la FIFA por celebrar el Mundial en Qatar auguraba los peores presagios. La sensación de que, ganase quien ganase, todos perdíamos, excepto si ganaba España, claro.
El Mundial que nunca debió existir ha terminado por encumbrar a Marruecos de una forma insospechada. El equipo de los perdedores, de los hijos de migrantes. El equipo de África. Un hito futbolístico y social para un mundo que se divide entre los que lo consideran una insolencia inaceptable y los que, como Mandela, querrían ver una oportunidad para sanar heridas.
Llevo días escuchando la ira de aficionados que utilizan el triunfo de Marruecos como escupidera en la que arrojar su odio y prepotencia. Supuestos entendidos que no entienden qué diablos hace esta selección en las semifinales de un Mundial de fútbol, como si fuera una afrenta, un insulto a la tradición de un deporte inventando y practicado solo por ellos. Detrás de este recelo está esa misma herida que Madiba quiso curar con otro deporte, el rugby, que en su origen fue fútbol hasta que un joven estudiante llamado William Ellis decidió abrazar la pelota y correr con ella.
Esta mañana, al salir de una cafetería, me he topado de frente con una niña que caminaba con su mochila a la espalda. A esas horas, los niños con mochila forman parte del paisaje cotidiano y no suelen llamar la atención, pero esta llevaba puesta una flamante camiseta roja de la selección de Marruecos que hacía imposible no mirarla, como una preciosa flor en mitad de un día gris. Caminaba entre nerviosa y orgullosa, mirándose, mirando a su alrededor, consciente de que su gesto, lejos de ser insignificante, poseía un gran valor.
La imagino pateando la pelota en el patio del colegio, tan alto que, más que un gol, podría ser un ensayo.
Con España fuera de combate, a cada uno nos toca elegir equipo para lo que queda de Mundial. Yo he decidido ir con Marruecos, es lo que hubiera querido Mandela.
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