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Me vine al barrio de El Carmen en 2006, en plena burbuja inmobiliaria. Con la idea de instalarme aquí y formar una familia. Un poco ... a contrapelo, eso es verdad. Era la época de lo que Jorge Dioni llama 'la España de las piscinas', un frenesí nacional por abandonar los barrios populares e instalarse en ese sueño, un poco americano, del adosado con jardín a las afueras, dos coches en la puerta y vecinos blanquitos. El sueño, sabemos ahora, salió regu. Y caro. Pero en su día lo petaba. El Carmen andaba (decían) de capa caída, pero a mí me encantaba y me sigue encantando. No es necesario para el enamoramiento –aunque ayuda– haber leído a Jane Jacobs: a diferencia de la mayoría, el barrio está vivo, sus placicas y sus aceras son lugares no solo de paso; también de encuentro. No es un lugar para ir a dormir, sino para vivir. Aquí no eres un inquilino. Eres un vecino y un ciudadano. Y no estás solo.
Ahora que está tan de moda hablar de los beneficios de esa famosa 'ciudad de los 15 minutos', me gusta recordar que Murcia, hasta hace no tanto, siempre lo fue. Una modernidad mal entendida sacó en los 80 nuestra Universidad de la ciudad, y aquella chaladura urbanística que fue el PGOU de 2001 pretendió cambiar nuestro modelo mediterráneo de ciudad compacta por el californiano en extenso, insostenible y cochista. El terrible déficit de transporte público que padecemos, y de ahí la mala calidad del aire, son en gran parte consecuencias de este pecado original de planeamiento. Pero mi barrio resistía, y resiste. La aglomeración de centros comerciales al norte mató las tiendas de proximidad por toda la ciudad, y con ellas mucha de la vida de sus calles, pero las nuestras sobrevivieron. Lo digo desde ya y con mucho orgullo: la calidad de vida que disfrutamos los carmelitanos está directamente relacionada con la buena salud de sus comercios, que te permiten proveerte de absolutamente todo sin subirte al coche ni recurrir a esa plaga bíblica 'online' que empieza por A y que no voy a mencionar porque a la bicha en mi casa no se la miente.
La supervivencia de nuestras tiendas depende en gran medida –como casi todo en esta vida– del cuidado mutuo: si te mola ver tus calles llenas de gente y poder encontrar en ellas desde pan de verdad hasta un colchón, desde un vestido de Nochevieja hasta un equipo de sonido, tienes que comprar aquí. Sí, ya, por internet está más barato. Y en los centros comerciales tienes más oferta. Pero a tu barrio lo quieres más. Y los carmelitanos responden: hay más carritos de la compra por habitante que en ningún otro distrito del municipio, según un reciente estudio del prestigioso instituto Good Bucketmaker's Eye.
El barrio tiene otros problemas, cómo no, y penden sobre él más amenazas que las que atañen a su comercio. Aún no nos hemos recuperado del trauma que supuso ver avanzar las obras del AVE en superficie, un proyecto en el que andaban empeñados tantos mandamases (incluido el exalcalde Ballesta) y que estuvo a punto de encajonar El Carmen contra un muro infranqueable de cuatro metros por todo su margen Sur, hiriendo de muerte la zona. Está pendiente desde hace eones la conexión de la estación con la línea de tranvía. El problema del tráfico por las vías de entrada y salida de la ciudad, y la contaminación asociada, no hacen sino empeorar, y algunas de nuestras arterias principales, como la calle Floridablanca, son irrespirables. Los vecinos tienen motivos de todo tipo para movilizarse y luchar por su barrio, pero esa legendaria simbiosis entre los carmelitanos y sus comerciantes no debería romperse nunca.
Claro que tenemos visiones distintas, ideologías diversas, filias y fobias de todo tipo. Reconozco que eché en falta en su día más apoyo por parte del comercio local hacia el movimiento prosoterramiento, y que hablé del tema con más de un tendero preocupado. Te entendemos y ojalá que no nos pongan el muro, pero no nos corresponde a nosotros posicionarnos políticamente, me decían. Podría afectar al negocio. Me daba un poco de rabia, pero al final lo tenía que aceptar. Como acepto ahora la revolica que hay montada por el nuevo plan de movilidad. Sigo, cómo no, comprando todo en el barrio, desde un tornillo a una bici, ponga lo que ponga en la puerta del comercio, y también lo haría aunque no hubiese leído nunca a Jane Jacobs ni supiera –lo intuiría– que una ciudad sana es la que nos permite caminarla. Que en las aceras, no en las calzadas, es donde está la vida buena. Con las tiendas al ladico, siempre.
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