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¿Qué es la persona?, le preguntaban al profesor Ramón Bayés. Y el catedrático respondía sin rodeos: «La persona es el viaje». Una bella alegoría ... para recordarnos que somos tiempo y las cosas que decidimos hacer con él.
La persona es el viaje. Un viaje a través de los años, que se inicia al nacer y que tiene un destino cierto. No elegimos cuándo comenzamos este trayecto y apenas podemos cambiar el modo de abandonarlo, así que nuestra travesía se concentra en todo lo que hacemos entre ambas estaciones. El tiempo que se nos da para elegir qué queremos ser a partir de las decisiones que tomamos.
La persona es el viaje son las cosas que dejamos que nos pasen. Las barreras que logramos sortear, los prejuicios que enterramos, los obstáculos que saltamos. La persona es el viaje son las cosas que hacemos y las cosas que dejamos de hacer. Los atajos, los caminos paralelos. Y, sobre todo, los cruces de caminos en los que elegimos una opción y desechamos todas las demás. Porque ocurre que, al menos un par de veces en la vida, nos encontramos frente a una encrucijada y es ahí donde empieza lo interesante.
Todos los viajes son diferentes. Y depende de cada uno que el nuestro sea un viaje rico y lleno de aventuras o, por el contrario, que sea un viaje anodino, aburrido, uno de esos viajes que no quieres repetir. De esos que transcurren entre un trabajo precario y la compra semanal en un supermercado, de una rutina pegajosa, de caminos reiterados, de lugares comunes y fiestas de guardar.
Te subes a un tiovivo y giras divertido vuelta tras vuelta esperando que todo siga igual hasta que acabe el tiempo que dura la entrada. Viajas tranquilo, sin cuestionarte nada, hasta que, en una de esas vueltas, el dueño de la atracción agarra tu asiento con una mano y lo gira con fuerza y tu columpio comienza a dar vueltas sobre sí mismo. Son unos segundos confusos en los que no sabes bien dónde estás, en los que tu corazón se acelerara y crecen tus pupilas entre los nervios y la emoción. Hasta que la inercia del giro se detiene, el columpio se endereza y vuelves a la calma. Y te das cuenta de que esos segundos emocionantes han sido los más divertidos de la atracción. Y estás deseando que te vuelva a pasar.
Quizás hay más de un viaje en cada persona. Porque nos equivocamos de destino. Porque erramos el qué o el quién. Porque se borran los caminos mientras dura la tormenta y, a veces, caminamos casi a ciegas. Te casas con el convencimiento de que es para siempre y pocos años después, te encuentras solo en un pequeño piso de alquiler con dos toallas y un juego de sábanas. Prometes que nunca serás funcionario y acabas jurando delante de una Constitución abierta frente a ti. Por suerte, nuestro viaje no es una condena. En cualquier momento podemos enmendar nuestros pasos, podemos desandarlos. Tus estudios, tu profesión, tu pareja. No estamos castigados a permanecer en el error como algo inevitable. No hay por qué conformarse. Si existe alguna obligación es la de seguir caminando con la ilusión de un principiante, con los ojos bien abiertos, muy atentos a las señales que nos indican la dirección correcta, aunque la maleza y el tiempo las haya cubierto y tengamos que confiar más en el corazón que en la cabeza.
El filósofo Bertrand Russell se preguntaba para qué estamos en el mundo. Para dos cosas, decía: para ampliar el conocimiento y para ampliar el amor. Estos son los dos ingredientes que alimentan nuestro viaje, el camino más corto para enriquecer el alma. Y cada año que comienza es una nueva oportunidad de recordar que lo decisivo no es llegar a Ítaca, sino vivir cada una de las aventuras que nos acercan a Penélope.
Cada persona es única y cada viaje es solo suyo y de nadie más. Si decidimos no emprender nuestro viaje, nadie lo recorrerá por nosotros. Si no hacemos lo que hemos venido a hacer, quedará sin hacer por toda la eternidad.
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