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Hay gente que vive instalada en una habitación con vistas a la verdad. Desde ese lugar contemplan el mundo en toda su complejidad y lo ... entienden. Son seres dotados de la capacidad de observar la realidad y comprenderla sin dificultad para después explicarla al resto. Estas personas existen y tienen un nombre. El diccionario les llama ultracrepidianos y los define como esas personas que opinan sobre todo sin tener conocimiento de casi nada. Con ese nombre podrían pasar por una especie de ser mitológico como los cíclopes o las sirenas. Pero no. Son seres muy comunes, anodinamente cotidianos. Todos conocemos a personas así. Quizás seamos uno de ellos.
Los ultracrepidianos son una masiva minoría. Abundan en los medios de comunicación, un ecosistema muy propicio para llevar a cabo su misión. En los medios, nacen y se multiplican como una verdadera plaga bíblica hablando sin parar sobre lo que toque esa mañana, sean magdalenas o croissants. Para ello, para pontificar sobre cualquier tema de actualidad, se han especializado con dos llamadas de teléfono y una búsqueda en Google o en ChatGPT. Esto les legitima para, en un abrir y cerrar de ojos, diseccionar la realidad con extremada precisión e iluminarnos con lucidez sobre las más varias cuestiones como cambio climático, política exterior, la subida de tipos de interés del BCE o el posible fichaje de Mbappé. Sin ningún tipo de disimulo.
Algunos los llaman tertulianos, aunque esa es ya una definición que parece que se ha quedado corta. Esta gente se ha convertido en una verdadera tribu caníbal que devora sin compasión al resto de los habitantes de un territorio que antes se llamaba periodismo. Los ultracrepidianos de los medios de comunicación colapsan cualquier espacio hasta transformarlo en mero exhibicionismo de vaguedades y pensamientos recurrentes, con nulo interés por profundizar, con ausencia absoluta de rigor. Hoy, cualquier analfabeto con la suficiente visibilidad está en disposición de convertir su ignorancia en agenda pública. Sólo es necesario el altavoz adecuado.
Pero los ultracrepidianos se mueven también con enorme naturalidad en otro territorio mucho más delicado: el de las relaciones personales. Allí su actividad es incluso más dañina porque no pueden sortear su irresistible tentación por opinar sobre la vida de los demás, por aconsejar sobre lo ajeno. Tienen una fascinación pasmosa por ponerse en el lugar del otro, como una versión laica de la caridad cristiana. Como diría el maestro Sabina, «Quién más, quien menos» ha recibido alguna que otra lección sobre su propia vida para tratar de ayudarle en forma de consejos. Siempre por nuestro bien.
Opinar sobre lo ajeno es un ejercicio de funambulismo sin cuerda muy común. Es la ignorancia vestida de buenas intenciones. Quién no se ha sentido tentado en algún momento a aconsejar a un amigo. Nos mueve la noble misión de ayudar al prójimo desde nuestra atalaya. Siempre pensamos que la opinión desde fuera es mejor y más clara. Es aplastante la cantidad de gente que opina sobre la vida de los demás con una seguridad que roza el dogma. Al final, todas esas aportaciones se concretan en una serie de frases hechas que, en el mejor de los casos, no sirven para nada. Y, en el peor, pueden causar daños irreparables a quien se siente empujado a hacerles caso.
El antídoto contra esta mala costumbre social de opinar sobre lo ajeno suele ser sencillo y tiene dos pasos: cerrar la boca y, sobre todo, ponerse en los zapatos del otro tratando de caminar unos metros con ellos. Sólo de ese modo es posible entender su dolor y su suerte y estar en condiciones de tener una opinión válida. De otro modo, se olvidan las dificultades, los desvelos, los esfuerzos, el sueño perdido y cada una de las decisiones que alguien ha tenido que tomar para estar en el lugar que está, por hacer lo que hace. Por equivocarse, si fuera el caso.
Pongámosle coto a la opinión, encerremos a los ultracrepidianos. No seamos uno de ellos. Es tan difícil tener una opinión fiable sobre uno mismo como para permitirnos diagnosticar a los demás. En lugar de opinar, pasemos nuestro brazo por el hombro de quien nos necesite y avancemos unos metros haciéndole compañía. A su paso. No es necesario mucho más.
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