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Giannis Antetokounmpo es un jugador griego de la NBA, un tipo que en unos meses pasó de vender discos en las calles de Atenas a ... ser uno de los mejores jugadores del planeta. Hace pocas semanas, su equipo cayó eliminado en la primera ronda de los 'playoffs' contra todo pronóstico, así que, tras el partido, alguien le preguntó si aquello era un fracaso. Al escucharlo, el jugador agachó la cabeza como buscando las palabras en el suelo, entre sus pies, hasta que, tras unos segundos, levantó la mirada y le contestó: «Es una pregunta equivocada (...). Hay días buenos y días malos, algunos días triunfas y otros no. De eso trata el deporte: no ganas siempre».
El mundo de hoy es el mismo escaparate de vanidades que siempre ha sido, solo que ahora se ha amplificado en todas las direcciones posibles y se ha llenado de miles de rótulos de neón tratando de llamar nuestra atención. Cada una de esas señales luminosas es un 'influencer' mostrándonos lo mejor de su mercancía, su rostro más amable, mientras oculta con filtros cualquier rastro de imperfección, cualquier debilidad.
Tanto nos hemos acostumbrado a esos puntos de luz inmaculados que mucha gente, en especial los jóvenes, no concibe que el mundo no sea otra cosa que belleza y éxito, es decir, una percepción tuneada en la que no existen los lunes por la mañana ni los dolores de muelas. Toda esta gente no reconoce la decepción o el desengaño, no concibe el fracaso. Por eso, cuando llega la versión más cruda de la realidad, la que no se puede manipular con Photoshop, entonces, el tren de lo inapelable les atropella violentamente y les deja tumbados en la calzada sin entender nada.
No deberíamos esconder el fracaso porque es parte de la vida. No es necesario temerle. El miedo al fracaso nos paraliza, nos hace dudar. Es un pepito grillo amargado que no deja de aconsejarnos que no volvamos a intentarlo, que no merece la pena, que colguemos las botas, que abandonemos toda esperanza, que no arriesguemos. Que nos conformemos (qué fea palabra conformarse). En realidad, el único fracaso significativo es el de aquellos que permanecen en el error. Aquellos que se acostumbran a la seguridad de un matrimonio sin amor, de un trabajo sin retos, a una vida en modo avión. Fracasa quien se amarra a una vida en la que nada le perturba, sin posibilidad de salir de su círculo de seguridad y evitando cualquier roce con la vida real.
Tampoco debemos darle al fracaso un mérito que no tiene. Por sí mismo, no garantiza nada. Coleccionar un fracaso tras otro no te da más opciones de cambiar el resultado en el futuro. Cuando uno se empeña en sus errores, el resultado no suele cambiar. La única forma de aprovechar el fracaso es aprender de él, aprender de verdad, aunque es cierto que es duro aprender con la herida todavía abierta. Muchas veces, solo fracasa quien no se ha dado la oportunidad de fracasar lo necesario.
En el camino que construimos gracias a nuestros fracasos van quedando atrás amigos, parejas, trabajos, ciudades. Todos tuvieron sentido en su momento, pero estaban destinados a ser algo temporal, como aquel episodio de 'Black Mirror' en el que la aplicación de citas te indica cuántas horas de relación tendrás con esa persona que acabas de conocer. Cuando vas superando estas fases, cuando te alejas de tus fracasos sin olvidarlos, el camino hacia delante se despeja, sin distracciones y sin remordimientos, dejando tu piel limpia y con espacio para nuevas cicatrices. El fracaso siempre te habla. El fracaso, como decía el jugador griego de la NBA, «son pasos hacia el éxito».
Alex Roca es un barcelonés que tiene una parálisis cerebral permanente y una discapacidad física del 76%. Tiene una hemiplejia. No puede hablar. En una reciente entrevista contaba su fórmula. Decía que cada vez que le va mal, cada vez que cae, trata de aprender y orientarse hacia el éxito, lo que significa «volver a intentarlo de otra forma». Hace poco acabó su primera maratón. Dice que algún día será presidente del Barça. Bueno, hay cosas que cuesta más aprender.
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