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«Mami, la amo. Vamos a morir». Un puñado de palabras para cerrar tu vida. Una renuncia, una aceptación y un agradecimiento desde un alma ... en huida. Han pasado varias semanas desde que 13 personas perdieron su vida en una zona de ocio de la ciudad de Murcia a la que habían ido a celebrar la vida. Todavía me estremezco al recordar el último fragmento de vida de Laidy Paola, una joven de Caravaca a quien la negligencia humana, la estupidez, la avaricia y la mala suerte le condenó a una muerte prematura en una discoteca que la atrapó en sus entrañas para que no volviera a abrazar a sus padres nunca más.
Laidy Paola no supo encontrar la salida de aquel pavoroso incendio que transformó un espacio de baile en un cementerio en apenas unos segundos. No pudo salir de la ratonera de un espacio en llamas que tendría que estar clausurado, pero que no lo estaba. Y no lo estaba porque hubo gente que decidió que merecía la pena el riesgo a cambio de algunos euros más. Y porque hubo tolerancia o, quizás, complicidad de otra gente que miró para otro lado pensando que allí no pasaba nada.
Las palabras de Laidy Paola, ese «Mami, te amo», resonarán con fuerza sobre las paredes del dolor más profundo de sus padres y servirán, quizás, como diminuto consuelo ante su pérdida. Porque Laidy Paola no eligió para su despedida un mensaje de dolor, no gritó pidiendo ayuda, no mostró la angustia de alguien que ve cara a cara a la muerte avanzando frente a ella por un techo en llamas. Eligió regalarnos unas palabras de amor a su madre: «Mami, la amo», fue su legado segundos antes de que su teléfono se apagara para siempre.
Cuando nos enfrentamos a lo irremediable, siempre nos acordamos de la gente que quisimos. Todo lo demás se borra por completo. Si hay reproches es por no haber pasado más tiempo con nuestra familia o con nuestros amigos. Debe ser verdad porque lo mismo pasó con la gente que viajaba en los aviones que se estrellaron en las torres gemelas de Nueva York. Sus despedidas no eran de rabia o de odio. Eran de amor hacia los suyos. El amor está al principio y al final de la vida y le da sentido.
Por eso, ahora, semanas después de su marcha, quiero acordarme de ella, de Laidy Paola, que quiso salir del infierno y no pudo. No logró encontrar la salida porque la bloqueó lo peor de la condición humana en forma de empresarios sin escrúpulos y torpes funcionarios, en el mejor de los casos. Y, por ello, maldigo a todos los que por acción o por omisión lo provocaron o lo permitieron. Los maldigo yo y muchos como yo en nombre de Laidy Paola y de sus 12 compañeros porque ellos ya no pueden hacerlo. Y porque ella, en lugar de maldecir su suerte y de gritar la profundísima injusticia de morir a los 28 años, decidió ocupar sus últimos segundos de vida en regalar a sus padres una despedida de amor para que no olvidaran cuánto les quiso.
Laidy Paola tuvo tiempo de apartar la muerte de su rostro para despedirse de sus padres, para decirles a ellos y a todos nosotros que, pase lo que pase, el amor puede con todo, incluso contra la muerte más inaceptable. Es mucho más que un consuelo. Es la esencia misma de lo que somos, el sentido último de la vida reproducido en un puñado de palabras. Laidy Paola nos regaló este epitafio terrible y, a la vez, esperanzador. Me gusta pensar, quiero pensar, que esas palabras podrán mitigar en algo el dolor de sus padres, podrán ser un amarre al que puedan sujetarse cuando arrecie la tempestad en forma de ausencia, cuando pasen los días y siga sin haber nadie al otro lado del teléfono.
Laydi Paola se despidió recordándonos lo esencial. Que la vida es fácil. Consiste en querer y que te quieran. Todo lo demás es decorado.
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