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Sara tiene 4 años y odia ir al dentista. Pero esa caries, ay esa caries, no queda otra. Antes de comenzar, le inyectan una pequeña ... dosis de anestesia local en la zona. Lo normal. Pero algo sale mal y la aguja de 1 centímetro queda alojada en la encía. Varios profesionales tratan de extraerla, pero no lo consiguen, así que deciden llevar a la niña con urgencia al hospital, donde un TAC muestra que la aguja ya no está en la boca. Los movimientos musculares la han llevado al cerebro. La situación es extraordinariamente delicada. Y advierten a los padres antes de entrar al quirófano.
Vivimos rodeados de milagros. O mejor, de personas que hacen milagros, porque los milagros acostumbran a tener dos apellidos. No es necesaria la fe para reconocerlos. Los milagros no son algo necesariamente religioso. En ocasiones, los milagros se disfrazan de cosas excepcionales que ocurren bien cerca, a nuestro alrededor, como parte de la normalidad. No son milagros por inexplicables. Son milagros por extraordinarios.
Si nos fijamos un poco, pegados a nosotros, en el supermercado, en el autobús o en la terraza de un bar, existen individuos anónimos capaces de realizar cosas impensables como parte de su rutina semanal. Es posible que tengamos un vecino que salva vidas en un quirófano de 8 a 3 y que, cuando nos lo cruzamos por la noche en el ascensor, acabe de llegar de una operación en la que haya extirpado un tumor cerebral a una madre de 35 años. Le preguntamos qué tal el día y nos contesta que bien, que todo tranquilo, mientras marca su piso y se cubre la boca para disimular un bostezo.
Hay otras personas que son capaces de dejar atrás a su familia y a sus amigos por una misión remota en Ruanda o en Senegal sin billete de vuelta. O personas que exponen su vida a diario enfrentándose a un fuego o a un derrumbe para salvar a gente que no ha visto nunca. No deberíamos acostumbrarnos a contemplar sin admiración la magnitud del impacto de algunos seres humanos en las vidas de los demás. Fingen ser gente común, pero no les crean, no lo son. Son gente que hace milagros.
Pienso que esta gente tiene algo que les empuja de forma irremediable. No es la fe. No es una ideología. No es el reconocimiento social. Ni el dinero. Creo que es gente que ha encontrado un propósito a su vida, una misión. Puede ser algo diminuto o algo trascendente. Decía Viktor Frankl que la vida no consiste en la búsqueda del placer o del poder, sino en la búsqueda de significado. Y el amor, concluía, es la meta más alta a la que puede aspirar el hombre. Y todos los actos extraordinarios hacia otro ser humano son una forma de amor.
También hay gente que hace milagros en minúscula. En su casa, sin testigos. Él, cuidando de su mujer enferma de alzhéimer, ella, encadenando tres trabajos para que a sus hijos nos les falte un plato de comida. No deberíamos relativizar el poder inmenso de esta gente que marca la diferencia sin presunción, sin alardes. Es lo extraordinario disfrazado de normalidad.
Son las 2 de la tarde y los padres de Sara, Josep y Monte, aguardan con angustia en la sala de espera del hospital. Han pasado más de cuatro horas y no tienen noticias de su hija. La incertidumbre es insoportable. En ese momento, se abren las puertas que dan al quirófano y aparece la figura del cirujano. Todavía lleva su bata verde y su gorro. Al quitarse la mascarilla, su rostro no muestra emoción alguna. Los padres esperan esos segundos interminables que separan la alegría desbordante de la pena más infinita. «Hemos quitado la aguja del cerebro de Sara», confirma el médico. «La niña está bien». La madre pregunta de inmediato: «¿Tendrá secuelas?». «No», responde el cirujano, «ninguna». Los ojos de Montse se encharcan, incapaz de encauzar su alegría y su alivio. «¿Le importa que le dé un abrazo?», le pregunta. El cirujano sonríe y los tres se abrazan. Los padres no pueden dejar de llorar. Abrazos que curan. Lágrimas que sanan. Otros milagros cotidianos.
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