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Decía Tolstói que todas las familias felices se parecen unas a otras, pero que cada familia infeliz lo es a su manera. Parece que eso ... sigue siendo así en estos tiempos en los que todo está cambiando, incluso las familias. Siglos enteros pensando que había un solo modelo y resulta que no, que las familias no son una sola cosa, no son un número concreto de miembros y un reparto de cromosomas. Son mucho más. Son muchas más. Pero todas ellas tienen algo en común. Todas necesitan tener una costurera.
Toda familia necesita a alguien que se ocupe de tejer en silencio, puntada a puntada, el hilo invisible que une a sus miembros, que los amarre bien cerca para que no se vayan, para que no se caigan. Sin esa persona, la familia se resquebraja. Alguien que todos reconozcan como el centro de gravedad sobre el que pivote la energía entera de un hogar, la sombra que cobije a todos.
Todas las familias necesitan una costurera que hilvane los vínculos entre padres e hijos, entre hermanos, alguien que se encargue de tejer la tela indestructible capaz de sostener a todos los miembros frente a los embistes de la vida, alguien que construya en voz baja esa red de seguridad impermeable a la pena. En cada familia existe un punto de encuentro que te muestra el lugar al que siempre puedes volver como si nunca te hubieras marchado. En mi familia, ese papel lo ha ocupado siempre mi madre.
Mi madre se ha encargado de coser con hilo grueso la malla que ha mantenido unida a mi familia desde que, con 18 años, cruzó media Europa en un viejo tren para reunirse con mi padre en la gélida Alemania, la tierra que los retuvo una década hasta que tuvieron algo a lo que agarrarse para poder retornar. Ella recogió el hilo de las manos agrietadas de mis abuelos, le dio un color vivo y lo desplegó en nudos y filigranas, creando una red poderosa que nos arropó para abrigarnos de las inclemencias del camino, del frío y la lluvia. Sin ella, sin ese hilo irrompible, hace tiempo que habríamos perdido el camino de retorno a casa.
Durante décadas, mi madre se ha encargado de zurcir los remiendos para la enfermedad, los fracasos y las malas noticias. Se ha ocupado de cada uno de los dobladillos para esconder el dolor y el miedo que corroe el alma y no nos deja actuar. Lo ha hecho sin preguntar, porque conoce el oficio sin que nadie se lo haya enseñado.
Pero mi madre también cosía fuera de su familia. Era costurera de ojales y botones, de camisas y vestidos durante décadas. Un dedal, unas agujas y muchos carretes de colores sobre la mesa de la cocina adornan los recuerdos de toda mi infancia. Un viejo flexo de metal con su bombilla azul. El sonido de la radio de fondo. Un ir y venir de dedos arrugados por la artrosis. La cabeza baja, los ojos lastimados, el cuerpo entero llevado al límite. Años enteros maltratando cada centímetro de su piel para que nunca faltara un plato de comida, un ingreso a tiempo, un viaje, un trabajo e incluso algún capricho. Cosía de madrugada para que, cuando amaneciera, la vida nos encontrara con la ropa preparada.
Durante muchos años, mi madre se dedicó a coser vestidos de novia, inmaculados trajes adornados de miles de diminutas piedras blancas que se hacían invisibles sobre la tela del vestido. Cada una de esas pequeñas bolitas era insignificante pero, todas ellas juntas, creaban un dibujo asombroso. Cuántas novias brillaron con aquellas perlas sin saber el desgaste de los ojos de aquella costurera durante la noche. Mi madre ha hecho siempre lo mismo con todos nosotros. Coser con mimo, una a una, cada una de las diminutas perlas insignificantes de nuestras miserias y nuestras batallas, de nuestros triunfos, de nuestros pesares, curando las heridas para que pudiéramos brillar, con la precisión de un sastre y la elegancia de una modista. Todo, para que el dibujo de nuestra vida resplandeciera al mundo. Porque todas las familias, las felices y las infelices, las de antes y las de ahora, necesitan una costurera que se parezca un poco a mi madre.
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