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Nadie le ha regalado nada. Tiene bien ganada la fama de persona generosa que nunca ha descuidado a sus amigos, esa gente con la que ... ha tenido relación a lo largo de su vida. Nunca se lo he preguntado, pero me da la impresión de que, como afirma Miquel Barceló –al que tanto admira– en su libro de memorias recién publicado, 'De la vida mía', Willy Ramos sabía desde que era un crío que iba a ser pintor, que estaba destinado a ello, como si las estrellas se hubieran conjuntado y le señalaran el camino. Caminos sobre la mar, que diría Machado.
La primera noticia que tuve de Willy fue en Murcia. Apareció en los periódicos, con esa cara de patriarca aún joven, poco otoñal, y con esos ojos oscuros y chispeantes que te transmiten confianza, porque le estaba realizando un retrato al obispo Azagra, que, ya por entonces, había cobrado fama de hombre cachondo, de esos a los que no les gustaban los rígidos protocolos de la Iglesia, y se paseaba en pantalón y camisa de manga corta saludando a cuantos encontraba a su paso por la calle. Eso sería a principios de los ochenta. Pero lo de Willy ya venía de mucho más atrás, porque en los setenta, una década antes, había realizado exposiciones de relevancia.
A base de humildad y constancia, de fe en sí mismo, su pintura ha ido ganando adeptos, ha sido elogiada por los críticos más reputados y entendida por el común de las gentes, lo que no es poco mérito. Hasta el punto de que, desde hace un par de décadas, España se le ha hecho pequeña y ha pasado a exponer, con regularidad y mucho éxito, en renombradas galerías de Canadá, de los Estados Unidos, de Irlanda, de Alemania o Suiza.
Su hija, Carmen Ramos, autora de un precioso texto publicado en uno de sus últimos catálogos, el de la exposición en el Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente de Segovia, asegura que el quehacer de su padre está inspirado en la alegría de vivir de otros artistas como Matisse o el propio Esteban Vicente. Y se ratifica en el hecho de que la pintura de Willy Ramos está constituida por colores vibrantes, con cuadros a los que califica de exuberantes, absorbentes y contagiosos.
A la gente le gusta tener en casa un cuadro de Willy porque es cierto que te transmite esa pasión por la vida que en ocasiones nos falta; te alegra el día con tan solo echarle un vistazo, con esos azules intensos, con esos rojos y amarillos, con esos verdes que parece que se los hubiera traído de la selva de su Colombia natal. Pero detrás de toda alegría siempre se esconde un secreto. Cuando se miran sus óleos, sus papeles, sus geniales dibujos, el espectador atento cree asistir a los últimos instantes de un mundo que se extingue, y que él, con urgencia, quisiera plasmarlo para dejar constancia de lo que fuimos, de lo que nunca volveremos a ser. Y es que la alegría de vivir, como la luna, también tiene su lado oscuro. Pero, aun así, siguiendo a los clásicos –y Willy Ramos es un posmoderno que sabe a clásico–, el mensaje es claro como el agua: 'carpe diem', aprovecha el día, no te duermas en los laureles y recuerda que eres mortal, que es la mejor manera de no dejarse seducir por el canto de las sirenas, y poder llegar así, sanos y salvos, a través del mar de Homero, hasta la vieja Ítaca que siempre nos aguarda.
Lo que quería decir es que en la pintura de Willy Ramos no sólo se transparenta su carácter apacible y tranquilo, su espíritu sosegado y sereno que tanto nos gusta. En esos sublimes cuadros también se aprecia al artista que hace honor a los mejores versos del grandísimo Rilke: 'Somos hombres inquietos. / Pero el paso del tiempo/ no es más que pequeñez/ en lo eternamente perdurable'.
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