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Ante un mundo atenazado por las guerras, guerras globalizadas, que, aunque ciertamente lejanas, afectan, y no sólo en lo económico, a cualquier lugar del planeta; ... ante una existencia nada fácil, de empleo precario y mal remunerado, que trae como consecuencia que nadie pueda afrontar el pago de una vivienda propia, ni, por lo tanto, organizarse la vida, tener hijos, ahorrar, hacer planes para el futuro, ser feliz; ante una clase política deleznable, corrupta, analfabeta, insensible, que sólo mira por lo suyo sin pensar en los sufridos ciudadanos, lo que ahora se nos pide es que no seamos ni realistas ni pragmáticos ni románticos, sino estoicos: raciones de estoicismo en el desayuno, en la comida y en la cena; estoicismo a todas horas para poder afrontar lo que se nos viene encima a diario y nos cercena el aliento.
Pero ¿qué es eso del estoicismo y en qué consiste la medida que ahora se nos recomienda con tanta insistencia? En cualquier manual –incluso en san Wikipedia, donde está explicado meridianamente bien– se nos advierte de que se trata de una escuela aparecida en el siglo III antes de Cristo, en donde destaca la figura de Zenón de Citio. Este personaje proponía, ante la adversidad que nos acucia, el dominio y el control de los hechos, así como mantener a raya aquellas pasiones que nos perturban la vida. La mejor medicina consistiría, pues, en una buena dosis de tolerancia, de autocontrol y, sobre todo, de sabiduría para poder aceptar todo ese arrebato de toxicidad que nos inunda y entristece los corazones.
Aunque menos conocido que Zenón, otro griego llamado Crisino de Solos, que murió, según cuentan sus contemporáneos, de un ataque de risa mientras miraba a una burra – ¡qué estaría haciendo el pobre animal!–, se inclinaba, sin embargo, por una visión fatalista del destino, como luego sucedería con los escritores románticos: nada se puede hacer ante lo que está escrito de antemano, sino aceptarlo resignadamente y pasar página.
Mucho más famosos fueron Séneca y Marco Aurelio, que, además de emperador de Roma, fue un soberbio pensador. El primero de ellos relacionaba el dinero con la codicia, por aquello de que el que tiene mucho desea más; y llegaba a la conclusión de que no hay nada más fuerte en el mundo que el verdadero amor. El ilustre emperador no le iba a la zaga: alentaba a todo mortal a responder con la indiferencia a aquellos que nos injurian, a pensar en el privilegio que supone el levantarse cada mañana y contemplar que estamos vivos, así como a observar la belleza de la vida, invitándonos, ya de paso, a mirar las estrellas y correr tras ellas como auténticos principitos.
El estoicismo ha ido ganando adeptos a lo largo de los siglos porque es la única filosofía que podría servirnos de escudo ante los males que nos acechan. Y, además, porque es una actitud que, como un buen libro, nos puede servir de consuelo en los peores momentos. Predica cosas elementales, sencillas, al alcance de la mano, y nos recuerda, para empezar, que somos mortales. Propone reconocer nuestros errores –hoy en día, nadie es capaz de pedir perdón por considerarlo vejatorio–, practicar la empatía, no sufrir por lo que ha ocurrido, no anticipar un dolor que, al cabo, quizá nunca llegue, estar en permanente contacto con la naturaleza, respirando aire puro, y adquirir, únicamente, aquello que necesitemos, con lo que habría que eliminar lo que no sea imprescindible: para vivir una buena vida, que es a lo que todos aspiramos, sólo es preciso comprender y asumir las reglas del orden natural.
Sin embargo, en una sociedad a albur de los más tontos, en poder de los pillos, de aquellos que son expertos en el arte de la manipulación, y en donde tan escasamente se valora la inteligencia, la sabiduría, que, según el estoicismo, supone la mayor resistencia a la desgracia, anda de capa caída, como si hubiera sido expulsada, por un dios caprichoso y terrorífico, del Paraíso Terrenal.
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