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Mientras escribo esto, «una nube de datos procedente del centro de Norteamérica ha caído» y toda las máquinas del planeta han dejado de funcionar. El sistema informático del mundo se ha paralizado, causando perjuicios económicos mayores que todos los desastres naturales juntos acaecidos desde la ... época de los dinosaurios. En un rato se han producido más pérdidas irrecuperables de riqueza que un millón de tsunamis, terremotos y explosiones piroclásticas de volcanes. Lo de dejar nuestras vidas y haciendas en las zarpas de la informática no parece que fuera tan buena idea.
Yo creo que los viejos no es que no sepan utilizar la tecnología digital, sino que no quieren porque la tienen por una gran mentira. Recelan de ella como nuestros abuelos desconfiaban del médico. Al médico, para nuestros abuelos, sólo había que acudir justo a tiempo para que este negara gravemente con la cabeza y les cerrara los ojos, a nuestros abuelos, digo, colocando en los párpados dos pesadas monedas. Los viejos creen que a la tecnología digital hay que recurrir sólo en el caso de que haya un cortocircuito por una tormenta por la parte de Suiza, y como consecuencia en tu cuenta bancaria española en números rojos aparezca un misterioso ingreso con nueve ceros a la derecha. Mientras esta cosa tan agradable no pase, el resto de lo que pueda ocurrir con la informática son sólo desgracias. El asfixiante control al ciudadano por parte de los Estados lleva a querer convencernos de que todo será mejor cuando desaparezca el dinero físico, cuando el dinero sea solamente un algoritmo viajando por la nube. Un algoritmo que se evapora, sin que nadie se haga responsable, en cuanto al último becario se le cae un batido de fresa sobre un teclado en Silicon Valley.
Menos mal que en el planeta aún quedan lugares escondidos, fuera de cobertura, libres, donde si te excusas al no pagar la cuenta por culpa de una «caída de nube» no sales vivo. Esos lugares son los últimos refugios del romanticismo. El valladar del viejo mundo contra la barbarie progresista. Siempre he creído que lo más seguro para ir a cualquier sitio es no confiar en ningún experto, en ningún Estado, en ningún banco, en ningún dispositivo, en ninguna tarjetita y llevar un fajo de billetes apretado con castizas gomillas. También, antes que en la nube, es preferible llevar el dinero al estilo de Henri Charriere, el protagonista de la biografía carcelaria 'Papillon', enrollándolo en un tubo que se introduce por el ano y palpando de vez en cuando la barriga para asegurarse que sigue ahí.
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