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En las democracias homologadas es normal que los expresidentes o primeros ministros del Gobierno de la nación sean condenados, incluso a ejemplares penas de cárcel. Lo debemos contemplar con naturalidad. En muchos países de nuestro entorno ('nuestro entorno' nunca se refería a los países situados ... al sur de Gibraltar) los políticos están aforados, pero eso no quiere decir que sean irresponsables e inimputables. Hay que seguir un procedimiento irritante, pero si hay que procesarlos se los procesa, y si hay que condenarlos se los condena. Como a un ciudadano normal, ahora que es ciudadano normal –¡y español!– el que no puede ser otra cosa. Un expresidente condenado por sus actos siendo presidente es un canto al Estado de derecho. Los pajaritos cantan y las nubes se levantan.
En Francia han condenado en los últimos tiempos a un par de sus líderes máximos, Chirac y Sarkozy, el segundo a años de cárcel, por delitos cometidos durante su mandato. Y no ha pasado nada. La Torre Eiffel sigue enhiesta como siempre y los franceses igual o más cabreados cada día, con razón. En Italia hubo un primer ministro corrupto, el socialista Bettino Craxi, que tuvo que huir del país para que no le echaran el guante y lo entrullaran. Ya vemos que Puigdemont no inauguró ninguna vía al respecto. Craxi murió con tranquilidad en el autoexilio, concretamente en el pequeño Túnez, que es como Bélgica pero un poco menos indecente. En los Estados Unidos se acepta con tanta normalidad que a un expresidente lo puedan meter en la cárcel que puede volver a dirigir el país desde la cárcel, si lo eligen otra vez presidente. O sea, que no solo es aceptable que lo manden a prisión sino que sin salir de ella puede gestionar sus cosillas, por ejemplo el mundo.
Por eso el Estado de derecho fino consiste en aceptar que un presidente del gobierno de un país europeo, no sé, el país que nos quede más a mano, pueda responder un día ante la Justicia por gravísimos hechos propiciados por su labor. En 'El día de la lechuza', de Leonardo Sciascia, un capo mafioso felicitaba admirado («usted es un hombre») a un jefe de carabineros cuando éste lo mandaba al calabozo. Ya no se hacen mafiosos como los de antes. Ahora quien tiene poder absoluto carece de grandeza y no felicita, sino que acusa, a los jueces que alguna vez podrían mandarlo al talego.
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