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Era la noche que separaba el año 1984 de 1985. Televisión Española emitía un fantástico megaprograma musical hecho para todas las capitales europeas que parecía que iba a durar siempre («siempre» quería decir hasta la retransmisión del siempre ridículo concierto de año nuevo en Viena ... y el no menos ridículo y tradicional campeonato de saltos de esquí). Salió, como representante de Londres, un joven cantante con pelo de rata que daba lástima verlo, y que de vez en cuando paraba de gritar la canción 'Waxies dargle' y uno de su grupo se daba unos sartenazos en la cabeza. Estaba claro que serían estrellas. Me sentí representado al instante por aquellos tipos: mi concepción adolescente del mundo, y eso que entonces el mundo era algo menos imbécil que ahora, consistía exactamente en chocar mi cabeza contra una sartén y a ver qué salía de todo aquello.
Aquel ser como salido del subsuelo se llamaba Shane MacGowan, pronto trascendería Londres y se convertiría en un ídolo eterno del pop y estos días me ha sorprendido tanto que se haya muerto como que hasta ese momento viviera. Hay gente que se queda enmedio de las dos cosas. Pensaba que aquella autoconsciente y valiosísima piltrafilla había conseguido su objetivo de quitarse más o menos de esta vida; pero al mismo tiempo me ha pinzado el alma saber que su última pinta de Guinness, ya servida (para él siempre estaban ya servidas, en todos los bares de todos los callejones del mundo), va a tener que esperar sin que nadie la retire de la mesa más mugrienta, hasta que alguien otorgue a esa cerveza el tratamiento de estatua conmemorativa, como la que tiene Hemingway en el Floridita.
El grupo que salió en la tele en aquella postrimería de 1984 se llamaba The Pogues, y dicen que su genialidad fue aplicar electricidad punk al folk irlandés. Yo creo que la genialidad de MacGowan fue dejar que agonizara su dentadura a los ojos del público. Sus dientes de perro tiñoso, sacados de la gente más desdichada de Dickens, se suicidaron a cámara lenta, y los desesperados del mundo no quisieron perdérselo. Muy al final de su vida quiso tener sonrisa fluorescente a la americana, pero lo bueno ya estaba hecho. Cantaba con lengua gorda, mientras las palabras pastosas trataban de manotear y sacar apenas la cabeza para que no se las tragara una insondable corriente de whisky. Bebió tan deprisa que no necesitó salir a cantar borracho porque seguía bajo los efectos de lo trasegado un par de decenios antes. Las frases de todas las canciones formaban una masa compacta que se arrastraba, hasta que nos subía por la pierna y nos tocaba tímidamente el corazón. Hay quien lo compara con los grandes poetas irlandeses pero a mí siempre me recordó a ese conocido de vista al que le pagamos una copa justo antes del cierre para que no se nos pegue de vuelta a casa, y luego nos enteramos de que hemos estado en presencia de un enviado de la providencia. Tenía algo angélico. Podridamente angélico.
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