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Voy a hacer una afirmación escandalosa: en mi época, los 70, los niños, en su inmensa mayoría, hacían una cosa que se llamaba leer. Sí, sí, leer, como lo oye. De hecho, hacían otra cosa igualmente escandalosa que se llamaba jugar. La fin del mundo. ... Los niños eran entonces una porción formidable del mercado editorial, y ellos mismos, sin intermediarios adultos, adquirían sus lecturas apetecidas en el kiosko. ¡Los niños, empoderados, decidían! Había un tipo en Barcelona que hacía unos guiones deliciosos, con cuidado por la riqueza expresiva del castellano –un castellano estratégicamente rebuscado que ya no se utilizaba en la vida real, si es que se había utilizado alguna vez, pero que los niños entendíamos–, además de unos dibujos bastante aceptables: se llamaba Francisco Ibáñez, sin nada que ver con el cantautor pesadísimo del mismo nombre. Ibáñez, el bueno, ha muerto.

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