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Es fama que el doctor Gregorio Marañón, uno de los más importantes (si no el que más) médicos intelectuales de entre la abundante nómina que ha dado España, decía que no creía en los curanderos, pero sí en sus remedios anticientíficos cuando él no los ... encontraba para sus pacientes. Se nos acaba de reunir con el Padre, tras larga y fructífera vida, el director de la película 'El exorcista', la única buena, William Friedkin. Era un tipo intenso, desaforado, descreído, con pinta de roquero, que disparaba armas de fuego reales en el oído de los actores para rodar su cara de susto. Sin temor de Dios. Tras rodar 'El exorcista' empezó sin embargo a creer dos cosas: que Dios no existe, pero que hay que pedir humildemente su misericordia divina, porque el que sí existe es el Diablo.
Cuenta la leyenda que empezaron a pasar cosas raras ya en el rodaje de 'El exorcista', y después de terminada. Destrucciones inexplicables, catastróficas desdichas y el mayor número de muertes entre el equipo de rodaje y sus familiares de la Historia, sólo inferior al de 'Gengis Khan', filmada en un desierto norteamericano con pruebas nucleares que provocó la muerte de dos terceras partes de los que la hicieron, todos por cáncer, incluyendo a John Wayne y sin contar a los extras. Friedkin se reía en la intimidad de esos temores más o menos supersticiosos.
Pero algún gusano silencioso debía recomerle por dentro, porque al final de su vida dedicó dos filmes documentales, a falta de uno, al ritual católico de expulsión del Demonio de un ser humano, concretamente a cargo del exorcista del Vaticano, padre Amorth, también ausentado hace poco tiempo. Algo no le había cuadrado al asalvajado y libérrimo Friedkin (quien luego haría la mejor película LGTBI de todos los tiempos sin posible discusión, con un entonces lleno de matices Al Pacino, 'A la Caza'). Algo le había dejado a Friedkin inquieto, más de lo que ya él era, mientras filmó aquella obra de montaje perfecto, que aún hoy me sorprende porque mejora infinitamente el libro de William Peter Blatty, también guionista, y de la que bebe absolutamente todo el género.
Es extraño que la Iglesia Católica, tan pacata, siempre haya considerado peligrosa y al mismo tiempo recomendable una obra de terror puro donde al final se suicida el sacerdote protagonista, algo poco católico, como se sabe, con la excusa de que en realidad estaba evitando que el Diablo se propagase. Tal vez la Iglesia, que guarda más secretos que revelaciones desde hace milenios, siempre ha sabido de ese gusano invisible que hizo de Friedkin un agnóstico proselitista, un raro apóstol involuntario, o no tan involuntario, de la fe.
Es muy posible que la Iglesia advirtiese, con razón y mucha 'finezza', que la más poderosa manera de llegar a Dios es pasando antes por el Diablo, como ya le ocurrió al monje trapense, ex satanista y eminente literato francés Huysmans. Y que era malo pero de alguna manera al final era bueno exponer a las grandes masas incautas a la presencia palpable, inquietante, asfixiante, del Príncipe de las Tinieblas, porque las haría preguntarse -ese gusano que carcome- durante el resto de su existencia.
Friedkin tuvo una vida extensa, tras moderar sus desafueros, o al menos no disparar más al oído de los actores; si no se ha ido tranquilo al menos se fue en paz. Le sobreviven las preguntas.
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