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Para kit de supervivencia en caso de apocalipsis mundial, el que tuve en casa durante los meses de confinamiento ilegal en 2020. Un ataque atómico ... en los próximos años no añadiría nada sustancial a aquellos días. Fue más bien un «kit de supermoriencia», gracias a mi Gobierno.
Siguiendo las narraciones postapocalípticas y en general las ambientadas entre la raza 'inuit', hice provisión, al inicio de aquella época de vergüenza, en mi supermercado eslavo de referencia: carne seca ahumada, pescado ruso fosilizado, latas de comida para perros de trigo y casquería que sirve a los soldados para no morir en el frente, abundante vodka ucraniano, limones para el escorbuto, algo de agua baja en sodio, dos linternas que pueden verse desde el espacio, cuchillos de monte con aguja curva dentro del mango para coserse uno mismo los puntos de las heridas causadas por un oso -pronto Von der Leyen nos prevendrá frente a los osos, o tal vez nos cuente otra vez lo del lobo y su pony- y blisters de orfidal para pasar al menos dos inviernos nucleares. No encontré grasa de foca, por si se iba la luz. Era un kit en condiciones, y no ese ridículo que ha propuesto la Unión Europea sin poder aguantarse las grandes risotadas. Es normal que tras lo sucedido en el confinamiento se partan el culo con nosotros. Los mismos del kit vieron que podían hacer lo que quisieran con la población, con la voluntaria puesta a su servicio de las viejas del visillo, que érais casi todas, sí, no lo trate de negar usted y lo ponga peor. La mayoría de mis amigos admirables, gente arriscada ante las dificultades de la existencia, de pronto se convirtieron en flanes histéricos. Nunca más he contactado con ellos, se me cayeron los personajes. Se me cayó España. Estoy orgulloso -déjenme enorgullecerme de algo, entre tanto fracaso- de mi reacción ante la posibilidad no especulativa de morir. Nunca te conoces hasta que llega la gran verdad. Firme el ademán. Tengo miedo a lo que puede traer la vida, en ningún momento a lo que trae la muerte. Era el rasgo principal que definía históricamente a los españoles. Era.
Salí con secuelas para siempre en el sistema cardíaco y en un poco tranquilizador trance de ceguera, pero aún desafiante. Si ahora viene lo que aquellos artistas del encierro dicen que viene, haré como los norteamericanos de los años 50 cuando les enseñaban a protegerse ante un bombardeo atómico al lado de casa: meterme debajo de la mesa. Y diré lo que el actor Kurt Russell al final de la película de terror cósmico «La Cosa»: «qué tal si esperamos».
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