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Es fama que el poeta catalán Gil de Biedma llegó un día a un bar de copas de Barcelona recién inaugurado y exclamó como si se librara del peso de toda una vida: «por fin tenemos un bar». En Barcelona había muchos bares, pero hasta ... ese momento no estaba el bar que quería Gil de Biedma. Yo mismo escribí una vez hace muchos años que «por fin tenemos un bistrot», dimos lugar a cerraran ese bistrot y todavía sigo buscando mi bar, uno donde no sólo esté a gusto sino que sea carne de mi carne y sangre de mi whisky. Un simple bar de copas de aire retro, sin luces cucaracheras y donde no echen papilla musical, el público generalista no deje que las zapatillas de deporte se les pudran envolviendo sus pies y sea raro encontrarse con la comitiva del presidente López Miras. Tal vez pido mucho.
Si yo hubiese encontrado mi bar, mi cuartel de campaña, no haría falta que echase de menos encontrar una casa habitable, desde el trastero donde sobrevivo moviéndome por él de perfil. No me haría falta una casa, viviría a medias entre el bar y, cuando cerrasen, un ataúd de alquiler durante el día, no necesitaría más. Un lugar con maderas oscuras (las claras hacen un siniestro efecto nórdico, como dice Michel Houllebecq) y llenas de crucecitas a navaja, que marquen el sitio donde alguien dijo una frase memorable por la que vendió a su madre. Un lugar donde las cervezas llegasen por un largo serpentín desde el sótano frío, dándole a una manivela para que subiesen por aire, no gaseadas. Un bar donde el camarero, naturalmente calvo y de poder ser con un lápiz de hacer las cuentas tras la oreja, no se afeitase la cabeza, sino que se dejase las patillas rizadas y una pella de pelo de ensaimada por arriba (el pelo de ensaimada es a lo último que se puede agarrar un hombre para sentirse vivo, cuando el tiempo o los médicos le han quitado todo lo demás). Un camarero poco 'supercuqui' al que se le preguntase si alguna vez estuvo enamorado y contestase lo de aquella película en blanco y negro: «no, señor, yo siempre fui camarero». Cuando uno encuentra el que será su bar para siempre lo sabe de inmediato: cree que estuvo cómodamente tumbado habiéndose pasado toda la noche de pie.
Se sabe, como una revelación deslumbrante, que por fin hemos encontrado nuestro bar porque aparecemos en todas las fotografías antiguas del local que hay enmarcadas en las paredes, cuando no lo hemos pisado nunca.
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