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He hecho bastante más radio de la que he escuchado. No es que no me guste la radio, es que no me acuerdo nunca de que existe, como la televisión. Solo reparo cuando el vecino la pone alta. «Es la televisión», me digo, como si ... el que estuviese inventada siempre me sorprendiera. Es agradable cuando, al pasar bajo unas ventanas abiertas a la calle, oigo una veterana voz que, aunque de forma vaga, me suena, pero todo queda en eso. Unos metros más para allá, ya no escucho nada y hasta otro año que coincidamos. Me conforta, casi siempre, que el locutor siga vivo. Me he enterado por la prensa, escrita, de que se ha ido Carlos Pumares.
Y me he visto a oscuras, sobre mi estrecha cama sobre la que reposaba desde la infancia, una noche inidentificable de entre semana del decenio de los ochenta. Sonaba en mi radiocassette Carlos Pumares, que fue lo más, como decíamos entonces, entre la juventud. A quien le precedía en la parrilla de esa misma radio lo escuchaban más los carrozas futbolísticos y las malas personas, a José María García, ese diminutivo populista al que caló don Santio Bernabéu, experto en ver a través de las 'jetas' de la gente. No sé si es una lástima que Bernabéu no durara hasta los 150 años para poder orinarse sobre más tumbas de líderes mediáticos, como hizo, según su biografía, en la lápida de otro periodista al que se la tuvo jurada. García me ponía, ya entonces, del hígado, no podía soportar la estampa, muy vívida en mi mente, de un tipo gobernando el mundo desde su pequeño sillón giratorio sin que le llegaran los pies al suelo. Después empezaba el 'Polvo de estrellas' de Pumares.
No es cierto que tomara el título, ni ningún posible doble sentido del 'polvo' de aquella frase de Jardiel Poncela cuando fue guionista en Hollywood: «Aquí solo hay dos ocupaciones: o tumbarse en la playa sobre la arena a contemplar las estrellas o tumbarse sobre las estrellas a contemplar la arena». Aquel Pumares, y no García, sí sabía agraviar con clase. El cine era la excusa para ridiculizar, en directo y para la posteridad, las estúpidas vidas de los que lo telefoneaban al programa, quienes llamaban buscando precisamente eso y presumir luego ante sus amistades. «Sí, buenas noches, dígameee...».
Todo el mundo menor de veintitantos años lo admiraba, soñaba con ver aplastada su ingenuidad, su presuntuosidad o el dinero de sus papás bajo las preguntas insidiosas del zorro plateado Pumares, su voz resonante, su autoridad. Había entonces jerarquías y los que fuimos jóvenes de orden sabíamos cuál era nuestra mierda de lugar.
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