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Me he vuelto a tropezar con Isabel en la calle. La primera vez, después de unos cuantos años, cuando la veía en clase sin reparar en ella, fue en plena pandemia. Iba yo de recorrido matutino, con apenas gente por la calle, sábado o domingo ... era. De pronto oigo que me llama una voz por mi nombre y apellido. La chica era más bien alta, buena estampa, delgada lo justo, la cara medio tapada por la mascarilla mostraba unos ojos grandes, oscuros; el pelo largo, no muy bien peinado. El atuendo era corriente, aunque desaliñado. «¿No te acuerdas de mí?». «No... no sé...». «Fui alumna tuya hace unos años. Me encantaban tus clases... las recuerdo...». En eso de disimular, confieso que soy hábil. Aunque no la identifico digo: «¡Ah, sí..., claro!». De pronto, advierto que en la frente llevaba un refregón sanguinolento. «Sí, me han pegado», me dice. «Por eso te pido una ayuda, si puede ser. Un café con algo me vendría bien». Rebusco en mis bolsillos, bastante vacíos para el trámite andariego, pero algo encuentro y algo le doy. «No sabes cómo te lo agradezco». Y me reconoce que anda metida en zanjas de las que es difícil salir.
Cuando nos separamos, algo se muere en el alma, como dice la canción. Ni por asomo me acordaba de la tal muchacha, cuyo nombre aún no me dijo, como si creyera que los profesores tenemos que recordar a todos los que han pasado por nuestras aulas. Pero sabía que no me había engañado. Que fue estudiante, que le di clase, y que andaba en malos tratos.
No es la primera vez que me aborda alguien en la calle para pedirme una ayuda, como creo que le pasa a todo ciudadano de un tiempo a esta parte. Aunque alguno hay que conozco de otros escenarios, y que también anda peleado con el mundo, lo normal es que no los identifique. Muchas veces les limosneo algunas monedas, incluso algún billete, cuando lo conozco, y sé que le viene como agua de mayo. Creo que he contado aquí algo de la que llamo 'mi pobre', pues su historia y procedencia centroafricana me mueven a piedad. También he de confesar que otros pedigüeños me revientan por su insistencia y, permítanme decirles, por su frescura. Siempre procuro tratarlos con educación.
Pero volvamos a la protagonista de hoy. Salvo una aparición esporádica, al menos un año atrás, no la había vuelto a ver. Ya digo que no es de las que se prodigan. Enseguida entenderán las razones. Mi exalumna me abordó hace un par de días. Y de nuevo ponderó su fervor estudiantil, diciéndome, incluso, que uno de sus libros de cabecera es 'Historia básica del arte escénico'. «Ese de portada roja», me dijo. En esta ocasión no me paré ante ella, pues prisa tenía, y fue la chica la que me acompañó durante un buen trecho. Suficiente para contarme los últimos episodios de su vida. Ya no llevaba mascarilla. Pude verle un rostro atractivo, proporcionado, en el que sobresalían unos ojos tan grandes y oscuros como los que vi la primera vez, ahora hundidos entre profundas ojeras. Me demostró su memoria recitándome un poema de Gustavo Adolfo Bécquer que se sabía de memoria. Yo alucinaba. Y entre verso y verso, retazos de su historia. Esta semana la internaban en un hospital (ya lo tenía concertado) para un proceso de desintoxicación. Cuando estuviera mejor iría a la residencia psiquiátrica de El Palmar. «Sé que lo necesito», me confiesa. Sus palabras están llenas de un curioso entusiasmo. «Verá cómo me curo y vuelvo a la normalidad». Por supuesto que la animo a ello, entre sorprendido y abrumado. De pronto me suelta que tuvo un hijo hace poco más de un año. «Lo he tenido que dejar con mi hermana, pues Servicios Sociales ha dicho que es lo mejor». Seguro que será lo mejor. «Cuando me cure...». Es su letanía. Y yo le deseo que así sea, y que espero verla por la calle para que me lo confirme. Poco antes de despedirse, me dice que su libro de cabecera durante muchos años ha sido 'Las penas del joven Werther'. El estómago me dio un vuelco. Yo recordaba el momento en el que el turbulento protagonista de Goethe termina suicidándose. «Pero no, no se preocupe. Lo he intentado dos o tres veces, pero no, no lo voy a hacer nunca más». Entonces me atreví a pedirle su nombre. Isabel. Como la reina.
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