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La independencia de la toga

Si es grave que la ausencia de conformidad entre partidos lastre el funcionamiento de una institución capital, más lo es la proposición de ley que se está tramitando

Sábado, 13 de febrero 2021, 01:16

Es por todos sabido que las disputas humanas se remontan al origen de los tiempos, aludiendo ya las más lejanas fuentes a nuestra natural tendencia al enfrentamiento. Tal era la diversidad y reiteración de litigios que muchos concentraron sus esfuerzos en encontrar el modo de dirimirlos. Pero cometeríamos un grave error si creyésemos que desde antiguo fueron gentes cualificadas y togadas, imparciales e independientes, las encargadas de desenredar entuertos. Que más hubiesen querido nuestros ancestros... Porque en los albores de la civilización, las riñas las solventaban los propios interesados utilizando la fuerza como argumento principal, con la consiguiente 'condena' del más débil; algo más tarde, se consideró que la resolución del desencuentro pasaba por el acuerdo entre los contendientes; y, al fin, para superar las deficiencias de ambos procedimientos, se llegó a un sistema de heterocomposición del conflicto, o lo que es lo mismo, se atribuyó el arreglo de la controversia a un tercero ajeno y distinto a las partes enfrentadas, a un juez.

Supuso lo anterior un paso decisivo para lograr que nuestros juzgadores siguiesen el consejo de Sócrates y se dedicasen a «escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente». Ahora bien, no dejaba de ser una ficción, pues los administradores de justicia medievales, aún ajenos a la desavenencia, podían dejarse llevar por criterios alejados de la legalidad para dictar sentencia sin recibir sanción alguna por tal proceder. Hubo que esperar a que la luz de la razón alumbrase a los ilustrados del siglo XVIII para que, al tiempo que sentaban las bases del Estado moderno, postulasen que solo desde la plena soberanía podían los jueces ejercer su función sin subordinarse a otra autoridad que la derivada del ordenamiento jurídico.

Surge así la independencia judicial como bastión del Estado de derecho y garantía de la obtención de un pronunciamiento imparcial y ajustado a la ley.

La independencia judicial es imprescindible para el normal desenvolvimiento de la democracia

Sabedores de lo expuesto, en nuestro país, los constituyentes de 1978 consagraron este principio en el artículo 117.1 de la Carta Magna, preceptuando que «La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del rey por jueces y magistrados..., independientes, inamovibles y responsables».

A continuación, el artículo 122 del mismo cuerpo legal regula la composición del órgano de gobierno de la magistratura –el CGPJ– y el sistema de elección de sus integrantes. Con la clara intención de salvaguardar la separación de poderes prevé que, de los veinte vocales, doce procedan de la judicatura y ocho sean juristas de reconocido prestigio ajenos a ella, disponiendo que la designación de los primeros se hará en la forma que se determine por ley orgánica, en tanto que la de los segundos corresponde a las Cortes Generales. No hay que ser un observador extremadamente sagaz para colegir que el espíritu de la norma no es otro que reservar la elección de la mayor parte de los miembros del Consejo, concretamente los doce procedentes de la carrera judicial, a los propios jueces, pues de lo contrario no hubiese señalado expresamente la competencia de las cámaras legislativas para escoger solo a los ocho restantes. Y así fue hasta 1985, cuando los redactores de la Ley Orgánica del Poder Judicial interpretaron de forma distinta –y a mi juicio equivocada– la previsión constitucional, encomendando también el nombramiento de los doce magistrados de la institución al parlamento. Desde entonces, la sombra de la duda sobre la independencia del poder judicial no ha hecho sino extenderse por la participación de las formaciones políticas en los sucesivos nombramientos, sospechas que se han multiplicado en los últimos tiempos por la falta de acuerdo para la renovación de un Consejo cuyo mandato expiró en diciembre de 2018. Pero si ya es grave que la ausencia de conformidad entre partidos entorpezca el funcionamiento de una institución capital (sobre todo si entendemos que constitucionalmente debiera sustraerse al legislativo la facultad de nombrar a la mayoría de quienes la conforman), más lo es la proposición de ley que se está tramitando por la vía de urgencia con el fin de impedir que dicha institución pueda ejercer algunos de sus quehaceres mientras sus integrantes estén en funciones, por cuanto supone que la no renovación del Consejo se resuelve por quienes han sido incapaces de consensuarla –y por tanto son responsables de la caducidad del mandato–, impidiendo a aquel cumplir con sus obligaciones legales y limitando sus competencias.

Así las cosas, los administrados debemos tomar conciencia de que la independencia judicial es imprescindible para el normal desenvolvimiento de la democracia, pues garantiza el respeto a la ley y el imperio de la justicia. El propio TC ha advertido que determinados ámbitos de poder han de mantenerse al margen de la lucha partidos, señaladamente el judicial, y que el CGPJ es una institución de garantía y no de representación política. Por ello, tenemos la obligación cívica de exigir que la separación de poderes sea real y no ficticia. Solo así podremos conservar lo que tanto costó conquistar y no retornaremos a épocas preilustradas caracterizadas por procesos y sentencias parciales e injustas; hagámoslo por convicción democrática, pero también en agradecimiento a tantas 'togas imparciales e independientes' que, en estos tiempos de recia tribulación, se han erigido en las columnas de Hércules sobre las que descansa el orden constitucional. Nos va mucho en el empeño, tanto como la supervivencia del Estado de derecho.

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