Imágenes de muerte
MAPAS SIN MUNDO ·
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MAPAS SIN MUNDO ·
La cultura visual del presente siglo comenzó el 11 de septiembre de 2001, con los atentados al World Trade CenterEl siglo XXI ha trazado una historia de la visualidad jalonada por la muerte y la catástrofe. Y, entre medias, no somos capaces de ver ... nada. La cultura visual del presente siglo comenzó el 11 de septiembre de 2001, con los atentados al World Trade Center. Los ciudadanos de todo el planeta pudieron contemplar, en tiempo real, el mayor atentado terrorista perpetrado hasta la fecha. Solo las imágenes de los 'jumpers' saltando al vacío para no morir calcinados fueron sustraídas a la mirada. Esta culminación de lo que se denominó 'terrorism for the camera' colmó las retinas de los espectadores de imágenes hasta saturarlas. Ya no cabía nada en ellas. Después de verlo todo, el espectador ya no podía reconocer nada.
Vinieron después los vídeos que la Yihad islámica filmó con la decapitación de los presos internacionales. Delante de una cámara fija, apoyada sobre un trípode, unos encapuchados pasaban a cuchillo a varios individuos. Recuerdo que la primera vez que los telediarios emitieron estas imágenes estaba cenando en mi casa. Levanté la mirada con gesto sereno, observé las imágenes y, a continuación, la volví a bajar para seguir cenando. Semanas después me puse a escribir compulsivamente para intentar comprender –comprender el porqué de mi actitud, esa enfermedad de la mirada que me había impedido empatizar con aquellas imágenes de muerte tan crudas y horribles–. Ese era el problema: ya no identificaba la muerte –nadie lo hacía–. Miles de personas morían ante nuestros ojos, y ni siquiera aguantaban en la memoria el tiempo suficiente como para transformar, en mayor o menor grado, nuestra percepción de la realidad.
Algo pasó el 2 de septiembre de 2015 –algo nefasto, muy doloroso–. Las imágenes del pequeño Aylan Curdi, aparecido muerto en una playa de Turquía, circularon de repente por todo el mundo. Y el relato de ceguera que se había urdido desde el atentado a las Torres Gemelas se quebró, resultó temporalmente suspendido. La muerte del niño sirio rompió la costra de nuestras retinas y provocó un estado de conciencia global. A las pocas horas de difundirse las imágenes, los inmigrantes habían sido dejados de ser nombrados así para pasar a ostentar el estatus de 'refugiados'. Después de mucho tiempo, una imagen tenía la capacidad de conmover, de transformar la realidad de las cosas. La muerte se agarró a nuestra memoria lo suficiente como para sacarnos de nuestro miserable conformismo.
Y luego otro gran vacío hasta que, hace unos días, descubrimos que existía una ciudad llamada Bucha. Y que las tropas rusas, en su retirada de los alrededores de Kiev, habían acabado con la vida de todos aquellos civiles que se cruzaron en su camino. Los cadáveres salpicaban el paisaje urbano: gente normal, sin uniforme, que montaba en bicicleta o iba a buscar víveres. Cualquiera de nosotros que tenía previsto envejecer junto a sus familias, quejarse de lo anodino de sus trabajos o salir a cenar un sábado. Vidas sin pretensiones de muerte. Pero, como todo genocida, a Putin le importan un bledo las biografías al uso, las vidas largas de gente normal que nunca quiso pasar a la historia. Tras la marcha de los rusos, las cámaras registraron el paisaje de muerte ordenado por el dictador. Paradójicamente, la confrontación con estas calles alfombradas de cadáveres recordaba la entrada del ejército soviético en los campos de concentración nazis, cuando sus cámaras recogían las montoneras de cuerpos sin vida, o la anatomía famélica, en el umbral de la desaparición, de los pocos supervivientes que miraban sin fuerza a sus salvadores. Y digo 'paradójicamente' porque, en el caso de Bucha, los rusos no eran los buenos, sino los malos.
El siglo XXI ya tiene su Auschwitz. Cuando parecía que la muerte ya no nos podía sorprender –porque la habíamos visto de todas las maneras y escalas, de lejos y de cerca, limpia y sucia–, ha llegado Bucha y nos ha atravesado los ojos. Las reacciones no se han hecho esperar: más sanciones a la economía rusa, expulsión generalizada de los diplomáticos de este país, acusaciones de crímenes de guerra. Putin tiene en su contra las imágenes de muerte, y eso es lo peor que le podía suceder. Ni siquiera la fuerza coaligada de la OTAN tendría tanta capacidad de determinar su futuro como el hecho de que la humanidad entera, después de mucho tiempo, haya sido capaz de ver la muerte.
Esos cuerpos asesinados y abandonados en la calle le van a pesar mucho. A él y a todos los que, explícita o implícitamente, lo apoyan –ya quedan menos, la verdad, pero hay todavía quienes, por nostalgia de la Unión Soviética, no se levantan a aplaudir tras un discurso de Zelenski, o que, desde la ultraderecha, eluden posicionarse abiertamente contra el tirano ruso–. La muerte ha vuelto a nuestros ojos. Y, para fortuna de los derechos humanos, Putin tiene los días contados. Tardará más o menos en caer, pero lo que es seguro es que caerá. Las imágenes se han vuelto contra él. Le perseguirán cada día, y se interpondrán en cada uno de sus intentos por normalizar su paranoia supremacista.
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