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Con veinte años uno escribe muchas tonterías, aunque no tantas como posteriormente. Una vez publiqué que los únicos viajes que merecía la molestia emprender eran del estilo de los del novelista Emilio Salgari, quien iba a los Mares del Sur sin salir de su habitación ( ... se suicidó abriéndose las tripas por 'harakiri', como es normal, las habitaciones llega un momento que pesan, «os saludo rompiendo la pluma», escribió un momento antes).
Dije que como el turismo había hecho que la Tierra se volviese más pequeña que un asteroide, ya no había viajeros sino turistas; por tanto el turismo era cosa de albañiles. Por entonces uno podía escribir cualquier cosa sin que se te echase encima el sindicato de manteros, digo de albañiles. Una cosmopolita dama me contestó al periódico, con bella caligrafía, que ella de lo único que no se arrepentía en su vida era de viajar físicamente. La puse poco menos que de hortera. Hace muchos años que pienso en aquella dama y en que en realidad el que tenía opiniones propias de sindicato era yo.
Los viajes, sobre todo si al desplazamiento corporal lo he acompañado con un paralelo viaje interior (no siempre ha ocurrido, en no pocas ocasiones no he ido yo sino la sombra de mi demonio, mi tormenta) han acabado siendo lo único que me ha dado vida. Lo único que me ha permitido respirar aire, expandir a quién soy realmente, permaneciendo el resto del tiempo sumergido en la nada contaminada, procurando no querer ni esperar. He vivido pocos días en todo mi itinerario vital, y suelen coincidir con aquellos en que he estado fuera. Los he atesorado luego al volver a mi lugar opresivo, bajo este salvaje exceso de luz que tan feliz hace a Instagram. Habiendo perdido ya hasta las derrotas, los viajes es lo único que me ha quedado. Los viajes me han dado algo de vida y la cerveza me la ha conservado, no en alcohol, en su leal compañía. Nada más. La lectura de libros o ciertas músicas, cierto, me han dado otra vida, pero no ésta. De aquellas mujeres eternas en las que malgasté mi vida, ¿qué se hizo?, de aquellos polvos, de todos aquellos amigos para siempre de ocasión, ¿qué se hicieron? No quedó ni el humo. Tú tienes mejor memoria que yo, podrían decirme. Lo único que me ha quedado es aquello que no me puede arrebatar más que la extincion física y mental, aquella frase que abre la mejor película de Orson Welles según el propio Orson Welles (y no es 'Ciudadano Kane'): «¡Las cosas que hemos visto!», frase que luego se plagió en la futurista 'Blade Runner', en el famoso discurso final del replicante: «He visto cosas que vosotros no creeríais». No, no las creeríais, que es señal inequívoca de que fueron reales: lo único que es verosímil es la ficción.
Llevamos demasiado sin poder ir a nuestros lugares, que en mi caso nunca están donde habito. En las lápidas de la gente que respeto deberá, en un futuro espero que lejano, descontarse más de un año, corrigiéndolo a martillo y escoplo, de su fecha oficial de fallecimiento, ese tiempo precioso que han arrebatado los gobiernos. Llevo ya más de un año en que, sin más, no he estado, porque no he sido.
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