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Halloween contra Tosantos

Hemos sucumbido a un tsunami impuesto por la fuerza del dinero y la presión de las multinacionales del mercadeo

Lunes, 2 de noviembre 2020, 08:57

Quienes abogamos por el mantenimiento de ciertas tradiciones (entre las que no se hallan la de tirar una cabra viva desde el campanario del pueblo, ni decapitar a bastonazos desde una moto o a lomos de un caballo a ocas o gallos semienterrados) sabemos que la batalla por mantener vivas algunas reminiscencias del pasado, entre ellas la de celebrar la fiesta de Reyes o conmemorar a los santos y fieles difuntos, esta última en competencia con la foránea Halloween, está prácticamente perdida. Ello no impide que algunos románticos nos rebelemos contra la brutal invasión de costumbres extrañas que ni nos van ni nos vienen y en nada contribuyen a enriquecer el acervo cultural propio, a sabiendas también de que esta oposición está destinada al fracaso.

Personalmente, estoy contra el inmovilismo empobrecedor y paralizante y a favor de los avances con que ciencia y tecnología hacen progresar el mundo. Pero creo que supuestas novedades que nada aportan y que vienen a rebufo de agobiantes campañas publicitarias destinadas a provocar un gasto innecesario en las familias, bien podrían quedarse en sus países de origen, donde son tradiciones propias, pero no tienen sentido en el nuestro. Eventos que nos repelen porque no tienen una explicación razonable, y, sobre todo, porque van erradicando los que, siendo nuestros, arrojamos a los desvanes del olvido.

Halloween y Tosantos (que nombro a lo popular) son ejemplo de lo anterior. Curiosamente, ambas celebraciones tienen puntos comunes. Cuando era niño, las calabazas se vaciaban y agujereaban en forma de calavera para ponerles dentro una vela y provocar bromas y miedos. En Murcia, hay costumbres casi olvidadas que aventajan con mucho a la fiesta anglosajona. Se visitan los cementerios, los abuelos cuentan historias de aparecidos y fantasmas heredadas de la tradición romántica, mezcladas con amores imposibles y en los que suele triunfar el amor sobre la muerte. De esa tradición, encarnada en don Juan Tenorio, proceden fantasmas, difuntos y aparecidos infinitamente más terroríficos que los ridículos zombis que pueblan la mascarada novembrina anglosajona. En la huerta había costumbres, semejantes al 'truco o trato' anglosajón, como 'la orillica del quijal', en la que una comitiva de niños solicitaba dádivas por las casas ('La orillica del quijal, sino me la das te rompo el portal'), que servían para organizar meriendas: mazorcas de maíz, membrillos, granadas, níspolas... En las casas se recordaba a las ánimas con 'mariposas' encendidas sobre una base de aceite y se adornaban las camas con sábanas limpísimas y ricos cobertores porque esa noche los difuntos 'volvían' a descansar en sus camas.

Se comía arrope calabazate, carne de membrillo, gachas, castañas y flores o tostones, hoy conocidas por el mal nombre de 'popcorn'. En Halloween, la importada gastronomía foránea se reduce a comer, agarrándolas con las manos y pringándolas de aceite o grasa, alitas de pollo fritas, perritos calientes, pizzas y hamburguesas, mientras se beben a morro botellas y latas de refrescos de dudoso origen (sabemos que el vino que bebemos procede de la uva, las colas ni se sabe).

El meollo del asunto no reside en la incorporación de nuevas celebraciones –todo enriquecimiento cultural es positivo– sino en que esta invasión está haciendo desaparecer costumbres y señas de identidad que convierten este país de riquísima cultura en una sucursal de otra cultura también pujante, movida por la adoración del dinero y cuyo propósito es uniformar el mundo, barriendo todo rastro de singularidad en aras de una globalización que castiga diferencias y valores autóctonos. Al menos, nuestra fiesta de Todos los Santos no llevaba aparejado un gasto en disfraces y se consumían productos propios, muchos en franca desaparición: carne de membrillo, pan de higos, arrope, níspolas...

Hemos sucumbido a un tsunami impuesto por la fuerza del dinero y la presión de las multinacionales del mercadeo con la colaboración entusiasta de la ingenua gente de la calle, que se ha apresurado a abrazar las novedades, vistiendo a hijos y nietos con ropones ridículos y sin gracia, destinados a la mascarada de disfraces en un carnaval fuera de época.

Halloween y otras celebraciones extrañas vienen cabalgando a lomos de la implantación del inglés como lengua universal. Parece haberse impuesto a toque de corneta la consigna de que no somos nadie si no conocemos la lengua del imperio. Mientras la aprendemos, olvidamos otras asignaturas más importantes, además de nuestras tradiciones, y que tenemos pendientes: la contaminación plástica, la muerte de la laguna salada del Mar Menor, las guerras y migraciones, el lamentable espectáculo de nuestra vida política...

Si nos imponen su lengua, nos cambian las costumbres y arrasan nuestras tradiciones, cabe preguntarse con el Rubén Darío de 'Cantos de vida y esperanza', de 1905, en su poema 'Los cisnes', por desgracia ya casi cumplido: «¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? / ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?».

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