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Ceguera etnocéntrica. Caminaban delante de mi a corta distancia. Él y ella. Como todos a esas horas, avanzaban con paso ligero, urgentes por salir de la Facultad, calentar un plato de comida en casa y descansar unos minutos antes de afrontar la segunda parte del ... día. Ella y él, tal vez compañeros de área, por su determinación y apremio puede que profesores asociados transitando entre jornadas partidas y modalidades laborales. Desde luego, no eran pareja. Se acercaban a la puerta de salida y visto desde tan cerca como yo estaba de ellos parecía que no fueran conscientes de que tocaba decidir quién saldría primero. Yendo como iban, caminando tan pegados, el ancho de la puerta no les bastaría. En el último momento, con un movimiento bien sincronizado, él decide cederle el paso. «Compañero, deconstrúyete. No hace falta que me dejes pasar primero», oigo que le dice ella mientras toma la delantera y sale del edificio. El compañero cambió el gesto y arqueando las cejas le respondió que no era por lo que es ella (mujer blanca), sino por lo que es él mismo (un hombre con costumbres y usos sociales) que le hubiera dejado pasar primero. Que habría hecho lo mismo de tratarse de otro hombre, un gato o Liza Minnelli, terminó diciendo con una sonrisa burlona. Se despidieron citándose hasta la reunión de las 4 y media en el Consejo de Departamento.
Poli(a)morosa. Dos mujeres maduras están sentadas en un banco al que da sombra una tipuana. Encarna se arranca y le explica a su amiga que ella en la vida sería poliamorosa, que menudo invento ese que solo te lleva a mucho sufrir. Se pregunta de paso (en lo que empieza a tomar forma de monólogo) qué diferencia habrá con eso otro que llaman poligamia y si es que eso nos parece mal aquí pero no nos parece mal el picoteo de tantos amores al mismo tiempo. Y ya no es el picoteo, porque cada uno puede hacer lo que quiera, sino el desvivirse con tanta emoción. Su compañera, que ve ocasión de intervenir cuando Encarna retoma el bocadillo de salchichón, dice que ella en todo caso será polimorosa. Sin la a y con una eme muy grande. Que la virgen con los bancos y los tipos de interés, las deudas y más deudas. Polimorosa, sí señora, eso soy yo. A Encarna, que le pilla desprevenida la ocurrencia de su amiga, se le atraganta el bocado en mitad de una gran carcajada y menos mal que llevaba una botella de agua para pasar la loncha de Rolfho pegada al paladar.
Antropología urbana. Un amigo le dice a otro que después de un trabajo de campo extenso de más de 25 años pateando la ciudad llega a la conclusión de que las personas del norte son más guapas que las del sur. «¿Del norte de dónde?», le pregunta su colega sin mucho interés. Le explica que del norte de la ciudad, que se refiere a las personas que viven al norte de esta misma ciudad. Y le sigue diciendo que esto lo determinan factores socio-culturales y económicos, que no es ninguna ocurrencia estética. «Resulta que el norte de la ciudad ha estado ocupado en origen por los grandes apellidos. Las familias que hicieron fortuna allí y aquí, en ultramar y en el secano de esta agricultura intensiva. Entonces, dinero atrae belleza: en una sociedad heteropatriarcal los hombres-herederos se han casado con las más guapas del baile, y aplicando la ley de la presión evolutiva, los genes de guapos y guapas han ido pasando entre generaciones. De este modo, genética y urbanismo conforman un norte especialmente atractivo. El matrimonio como estrategia antropológica para establecer alianzas, la dote como mecanismo que equilibra los activos que se ceden en la empresa conyugal». «Y tú, ¿dónde vives?», le pregunta el colega después de escuchar con paciencia su teoría improvisada. «Mírame con detenimiento, seguro que lo adivinas».
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