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Se presume un tanto artificioso el asentado prejuicio de contraponer un conocimiento general, extenso y diverso, frente a la especialización, específica y concreta, exhaustiva en cualquier profesión o rama del saber. Es un debate recurrente sobre preferencias, cualidades o defectos en una tajante separación entre generalistas o especialistas. Constituye una disputa de especial relieve referida a la medicina. Sobre si es preferible una perspectiva global del conjunto de variables que intervienen en el proceso de enfermar o, por el contrario, es deseable la noción profunda de una mirada experta sobre una cuestión concreta. Para dar soporte a tan esquemática división, se suele recurrir a una de esas citas que dan empaque intelectual a quien las formula. Si bien, analizando con detenimiento su enunciado, nos parece que su peculiaridad reside en que igual sirve como sostén de una tesis que de su contraria. Al ser esgrimida en diferentes contextos, no parece mostrar predilección por una u otra opción. Nos referimos a la conocida afirmación de Isaiah Berlin, citando al poeta griego Arquíloco, de que «muchas cosas sabe la zorra, pero el erizo sabe una sola... y grande». Para reforzar su aserto, Berlin establece una curiosa clasificación diferenciando, a grandes rasgos, dos grupos de excelsos pensadores y artistas. Los que, como las zorras, se atreven con innovaciones y propuestas arriesgadas en su actividad, en busca de experiencias diversas. En este apartado estarían Aristóteles, Montaigne, Erasmo, Goethe o Balzac. Por el contrario, los calificados como erizos dirigen sus afanes en una sola dirección, empeñados en la titánica tarea de desvelar los secretos de la verdad absoluta. Sería el caso de Platón, Hegel, Dostoievski y Nietszche. Dicho queda. Sin embargo, tan categórica diferencia de arquetipos nunca se da en estado puro. Hay una mezcla de ambos. La combinación de una y otra forma debería ser el objetivo de cualquier propuesta de educación. Hablamos del ideal de gozar de un tronco sólido común, desde el que ahondar en las peculiaridades de las distintas ramas del saber.
Sería esta consideración apuntada aplicable, en cierto modo, a uno de los matices de la convocatoria anual de la prueba de médicos internos y residentes, para acceder a la formación especializada, cuando aflora el dilema sobre cuál de ellas escoger. En los últimos tiempos, las preferencias suelen decantarse hacia especialidades concretas, ya sea cardiología, dermatología o cirugía plástica, relegando las disciplinas generalistas, medicina de familia o medicina interna. Una deriva, apuntan los puristas, hacia la progresiva devaluación –no quiero decir abandono– de estas últimas, relacionadas con la consideración del enfermo como un todo indivisible. Como signo de esta tendencia –en una visión particular, un tanto interesada y subjetiva– cabría apuntar incluso el desconocimiento en el imaginario popular de figuras otrora relevantes. Sin duda hoy serían estrellas mediáticas en nuestro país Gregorio Marañón, Jiménez Díaz, Agustín Pedro Pons, Pedro Farreras o Ciril Rozman. Médicos con una forma de entender y practicar la profesión en la actualidad inconcebible, como consecuencia del descomunal desarrollo del conocimiento médico. Una hipertrofia de avances y saberes, que se une a la necesidad de dominar alardes técnicos precisos.
Quizás sea aún factible conocer ejemplos de ese nivel, en los que nos fijamos como modelos, aspirando de forma modestísima a emularlos. Sería el caso de Anthony Fauci. Una figura emblemática de la medicina norteamericana, que ha cobrado un destacado protagonismo durante la pandemia del coronavirus, como asesor del presidente Trump. Recordamos con veneración admirativa su seminal tratado sobre las vasculitis. Son estas un compendio de un conjunto de enfermedades, de naturaleza incierta, que afectan al mismo tiempo a diferentes órganos y sistemas del cuerpo. Su diagnóstico y posterior manejo suponen un reto intelectual de primera magnitud. Con el tiempo pasó a ocuparse de descifrar los enigmas subyacentes a la epidemia del sida. Su inagotable capacidad le llevó a asumir responsabilidades como director del prestigioso Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas estadounidense, desde el que ha seguido ejerciendo su excepcional magisterio. En la actualidad, con 82 años y el tradicional pragmatismo tan norteamericano, ha pasado a la primera línea sobre la actual pandemia viral. Y, como vemos, moderando los excesos verbales del temperamental mandatario norteamericano.
La actitud y el ejemplo de los maestros proporcionan herramientas mentales para comprender el mundo. Les distingue su capacidad de raciocinio para dar sentido a cualquier disciplina, con una visión unitaria, clarificadora, síntesis de un supuesto caos. Encuentran soluciones en situaciones en apariencia inconexas, de incertidumbre, cuando no se dispone de certezas ni evidencias ciertas. También en circunstancias cambiantes y desconocidas. Muestras de lucidez, como la que depara el magisterio de Anthony Fauci, del que tanto seguimos aprendiendo.
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