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Sumergidos en las delicias de la universalización, estamos convencidos de vivir en el mejor de los mundos posibles, pues hemos llegado a las cumbres de la tecnología, contentos por la inmediatez y eficacia de las comunicaciones, por haber conquistado la Tierra y descubierto todos sus territorios. Sin embargo, no hemos caído en la cuenta de que ese proceso global posee un lado oscuro en el que anidan fenómenos bastante negativos como el de la generalización de las epidemias, el éxodo masivo de personas expulsadas de sus lejanos hogares por guerras, hambrunas y desastres, la banal dependencia de ciertas tecnologías o la instauración de la economía como tótem indiscutible de nuestro tiempo.
El penúltimo y lamentable episodio de esta mundialización es la virulenta pandemia del Covid-19, nacido en China pero extendido en progresión geométrica por extensas zonas del planeta. Nada nueva, por otra parte, la existencia de epidemias, pestes y desastres, pues están atestiguadas en las crónicas de historia y en libros como 'La Biblia', el 'Decamerón' de Boccaccio, las medievales 'Danzas de la muerte', 'Diario del año de la peste' de Defoe, 'Jeux de massacre' de Ionesco o 'La Peste' de Camus.
Por suerte, las administraciones, tanto nacionales como autonómicas y municipales, han tomado determinaciones drásticas que contribuirán a frenar la virulencia de la pandemia, a pesar de la actitud irresponsable de algunos ciudadanos que, desoyendo esas recomendaciones, se muestran incapaces de renunciar a sus hábitos porque anteponen su libertad, su inconsciencia o su voluntad por encima de los derechos y el bien colectivos. No parecen haberse olvidado, por otra parte, los ingentes daños producidos en el sistema económico y productivo y, a tal fin, la provisión de fondos estatales que palien sus desastrosos efectos.
De igual modo, y afortunadamente, en momentos de tribulación suelen aparecer 'ángeles' protectores, dedicados a atender a contagiados y enfermos, héroes encargados de velar por el cumplimiento de las normas y corregir los comportamientos ciudadanos desviados o peligrosos. Hablo del personal sanitario de los hospitales, de las fuerzas del orden dedicadas a impedir el caos y la histeria, de quienes continúan en sus puestos manteniendo servicios fundamentales como el de la alimentación, los transportes y la información, para que el país siga funcionando. Gentes ejemplares que arriesgan su salud por los contagios, que practican el hermoso, y no sé si suficientemente valorado, ejercicio de la solidaridad.
Situaciones como la presente desvelan lo mejor y lo peor del corazón humano, al tiempo que son un diagnóstico certero de los mimbres con que está hecha una sociedad. Junto a los sinceramente preocupados, se hallan quienes se toman la reclusión dictada por las administraciones como unas vacaciones y han seguido haciendo su vida sin las precauciones recomendadas y poniendo en peligro a sus conciudadanos. Junto a la información veraz, otras han circulado desbocadas por los cauces del bulo, la histeria y el error, especialmente en las redes, donde cualquier necio puede deponer sus estupideces. Hay personas de riesgo que se quejan de la coletilla que acompaña numerosas informaciones: 'Ha habido varios fallecidos, 'pero' se trataba de personas mayores o con patologías previas.' ¿Significa eso que los ancianos no tienen derecho a vivir, o que los enfermos están inevitablemente destinados a convertirse en difuntos? De ahí que algunos de los menos concernidos por el peligro de contagio se hayan sentido inmunes, manteniendo conductas de riesgo, sin tener en cuenta que pueden transmitir el virus.
En la calle y la ciudad en donde vivo se ha hecho de repente un silencio inusitado, únicamente comparable al que se extendió tras los luctuosos terremotos de 2011. Ahora no hay cascotes por el suelo como entonces, y la luz de las farolas sigue viva. Tan solo la mudez, la expectación y sobre todo la esperanza de que 'también esto pasará', como en aquella ocasión.
Por otro lado, creo que de las desgracias pueden extraerse lecciones positivas, enseñanzas que sirvan de experiencia y acicate para mejorar la convivencia y desterrar errores en el futuro. En este encierro general y obligatorio, quizá algunas parejas vuelvan a usar el olvidado ritual de los abrazos y las sonrisas. Es posible que muchos padres tengan tiempo, ahora sí, para hablar con sus hijos y recitarles un cuento antes de acostarse. Habrá, asimismo, quienes regresen, o se inicien en él, al gozoso regazo de la lectura y de la música. O quienes retomen el hábito de pensar y emprendan el retorno hacia sí mismos, descubriendo de paso que somos criaturas frágiles y sujetas a contingencia o que en otros lugares, incluidos los límites de nuestras fronteras, hay personas semejantes a nosotros que se hallan en terribles situaciones, peores que la nuestra, sin un Estado protector y providente que se ocupe de ellos y sin siquiera un techo que les sirva de cobijo.
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