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Hoy se celebran diez años de la coronación del rey Felipe VI, una efeméride que nos invita a reflexionar sobre los cambios vividos político-institucionalmente en la última década. Un periodo caracterizado por las turbulencias políticas y por un notable estrés institucional que evidencian a ... su vez movimientos tectónicos que afectan a los fundamentos del orden de convivencia que nos dimos en el 78.
La abdicación del rey Juan Carlos en junio de 2014 permitió visualizar un cambio de época. Nuestra Constitución y, por tanto, nuestra democracia, que en aquel momento ya había alcanzado una cierta madurez, acusaba, sin embargo, una importante fatiga de materiales, sobre todo por la esclerosis del sistema de partidos. El régimen del 78 gozó de una cierta estabilidad merced a la existencia de dos grandes partidos moderados que vertebraban el centro político, en un contexto de un cierto crecimiento económico. Sin embargo, con el nuevo milenio, estas bases se minaron, en especial, desde el punto de vista institucional, por las prácticas colusorias PP-PSOE en un proceso de degeneración partitocrática, y, en lo económico, la Gran Recesión (2008-2014), más allá de la mella en la cohesión social, dejó como legado la percepción de que las generaciones más jóvenes no íbamos a poder alcanzar el nivel de bienestar del que habían disfrutado nuestros padres. Un malestar sintetizado en la indignación del 15-M en 2011. A nivel de partidos, en 2008 se consagró en el Congreso UPyD, con ideales regeneracionistas (y, todo sea dicho, antiindependentistas –algo que ha caracterizado el devenir posterior de los partidos liberales-regeneracionistas–), pero, sobre todo, cuando no llevaba ni un año don Felipe reinando, se celebraron las elecciones generales de 2015, en las que se produjo la gran quiebra del bipartidismo, con el auge de Ciudadanos y Podemos. A partir de entonces, aunque los grandes partidos han aguantado, tuvimos que acostumbrarnos a la idea de repetir elecciones, a que se formaran gobiernos de coalición, mociones de censura... Para colmo, en 2017, la insurgencia en Cataluña hizo saltar por los aires el precario orden territorial de nuestro país. Aquel fue un primer brote de populismo iliberal. Un sarampión que ha venido azotando a importantes democracias y que ahora ha cogido vigor en un populismo de derechas con tintes reaccionarios. Pero, sobre todo, la moción de censura también de 2017 y el obtuso 'no' de Ciudadanos en 2019 firmaron la defunción de los ideales regeneracionistas, sembrando la polarización y un acelerado deterioro institucional. Son tiempos de populismo iliberal, del que se han contagiado, en fondo y formas, los partidos otrora moderados, a fuerza de compartir cama con los extremistas iliberales. La amnistía y las luchas por controlar el CGPJ, con su consiguiente bloqueo, han sido la guinda que da prueba indiscutible del afán de nuestra actual clase política por dilapidar el patrimonio heredado de unas instituciones democráticas con las que, de seguir así, pueden terminar dando al traste.
¿Y dónde queda el rey Felipe en este contexto? Pues bien, hoy por hoy, creo que nuestro rey es el último reducto de institucionalidad que le queda a nuestro país, con el permiso del Tribunal Supremo que sigue manteniéndose como baluarte en la defensa de nuestro Estado de derecho. El rey no puede dictar órdenes ni dispone de poderes jurídicamente vinculantes, pero su fuerza simbólica es de extraordinaria relevancia. Cuando uno escucha sus mensajes, es un aire fresco que nos recuerda que somos una nación, entendida como una comunidad plural determinada a convivir pacíficamente, con un pasado, pero, sobre todo, con un futuro común y con unos lazos de solidaridad fraternal. Además, el rey simboliza esa idea de que, por encima de la legítima lucha partidista, las instituciones tienen que aspirar a integrar y han de servir, con neutralidad, al bien común. Un rey que, cuando ha tenido que intervenir ante circunstancias excepcionales como el otoño de 2017, ha desplegado toda su fuerza de persuasión en defensa de nuestro Estado democrático de derecho, pero, en especial, que ha mostrado un hacer prudente y sereno tan necesario en estos tiempos de turbulencias y estrés. Un rey que, sin desmerecer nuestras tradiciones, no busca su legitimación en esencias patrias, sino en su condición de servidor democrático como jefe del Estado de una nación histórica. De hecho, creo que nuestro rey se ha atado al mástil de la Constitución de 1978, uniendo a esta su suerte. Por ello, aquellos que nos sentimos herederos de un extraordinario legado tenemos que felicitarnos por contar con un monarca dedicado a preservar lo mejor de aquel modelo de convivencia. En don Felipe encontramos el mejor rey para nuestra Constitución.
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