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Sucede cuando no se emborrona un trozo de papel en blanco con un propósito definido. La acción de garabatear la ejecutamos de forma maquinal, inconsciente, sin intención. Dedicados a otras ocupaciones, la mente se evade divagando. Se garabatea en clase, durante el desarrollo de charlas ... o conferencias o al hablar por teléfono, al tiempo que se desliza la mano sobre el papel. Entretenidos en perfilar rayas sin fuste, figuras geométricas extravagantes, dibujos pretenciosos, palabras incongruentes... El acto de garabatear se define como un rasgo irregular, hecho con un instrumento para escribir o dibujar –pertrechados con lápiz, pluma o bolígrafo–. Sin reparar en lo que se ejecuta, el movimiento de la mano obedece al impulso de órdenes cerebrales, emitidas de modo automático, sin la pretensión que supondría un pasatiempo preconcebido. Tampoco cabe atribuirle una finalidad comparable a cualquier diversión o entretenimiento. En este contexto se bosquejan grafías peculiares, sobre las que cada cual tiene sus preferencias, repitiéndose los temas. En mi caso son recurrentes los esbozos de la silueta de la península ibérica (¿?), bocetos de vagas resonancias mironianas y picassianas, figuras geométricas con llamativos sombreados o palabras sin ton ni son, al azar, con nombres relacionados con el cine. Ahí lo dejo para analizar: de lo más variopinto.
Esta actividad, en apariencia fútil, que a quien la realiza no le suscita el mínimo interés, podría tratarse, según estudios sesudos, de un medio para explorar los recónditos mecanismos de la actividad mental, en lo relativo a dilucidar cuestiones del inconsciente. Sobre este particular no hay una opinión común, sino interpretaciones variadas, incluso contradictorias. Por supuesto que de naturaleza freudiana, tanto para explicar el sentido de los dibujos como por el momento escogido para garabatear. Es un campo abonado a la especulación, en la que se han querido vislumbrar rasgos ocultos de personalidad, como propios de concentración, euforia o depresión. Incluso si no va más allá de un mero ensimismamiento. Esta dedicación ha gozado de ilustres practicantes, como señala E. H. Gombrich en su seminal tratado sobre la función social de las imágenes.
Entre tantos cabría apuntar a Erasmo de Rotterdam, Alberto Durero o Dostoievski, habituales en esta manía inocente de emborronar blancas superficies. Es una ocupación a la que entregarse cuando se tiene a mano lápiz o rotulador, cosa corriente en la etapa escolar y que preludia, hasta cierto punto, los deberes caligráficos. (No sé si ahora las pantallas electrónicas lo permitirán, casi relegados los útiles habituales de mecanografía a objetos de museo). La desaparición de la caligrafía podría repercutir de forma negativa en la educación primaria, entendida tanto como disciplina formativa, habilidad manual, incluso como arte, ahora desplazada por la tecnología.
Es palmario que la escritura elegante ha conocido tiempos mejores, cuando los esforzados escolares disponíamos de los entrañables cuadernos Rubio, empeñados en rellenar páginas hasta conseguir dominar esta presteza manual. (Cabría un inciso al respecto pues, dada la profesión durante años de quien suscribe esta nota, lo procedente sería abstenerse). Es un lugar común la mala letra de los médicos, un tópico bien asentado. De hecho, una raya a todas luces indescifrable puede significar lo mismo un antibiótico que un analgésico. O un medicamento para bajar la tensión arterial. Así es para el común de los mortales. Sin embargo, no todo está perdido cuando, al acudir a la farmacia, los esforzados empleados ni se inmutan. Tras atenazar la prescripción, para asombro del demandante –quizás dotados de un sexto sentido–, se dirigen con firme convicción hacia los armarios atiborrados de coloridos envases, para despachar sin dudas el remedio prescrito. En la actualidad, las recetas electrónicas han sustituido esta escritura manual, limitando la posibilidad de equivocadas interpretaciones.
Con ello también desaparece otro de los elementos (alguna vez simbólicos) de la profesión médica, arrumbados otros tenidos hasta ahora por representativos, como el estetoscopio o el martillo de reflejos. Estas razones de la mala caligrafía de los médicos se han atribuido a causas variadas. Tal vez la más socorrida sea la necesidad de rellenar a mano una ingente cantidad de documentos, en un corto espacio de tiempo, destinados a las consultas. Pero he aquí que los investigadores aún tratan de sacarle punta al asunto de interpretar los garabatos, relacionándolos en ciertas circunstancias con esta endemoniada caligrafía médica, según una investigación muy reciente realizada con un riguroso criterio científico. Así que pocas bromas. Señalan los investigadores que estos rayajos (analizados en un amplio conjunto de profesionales sanitarios) serían la expresión del inconsciente, manifestando agotamiento emocional y pérdida de motivación. Algo que no deja de ser frecuente en esta larga travesía pandémica.
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