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Por si no fueran suficientes los daños provocados por la emergencia sanitaria, a los sufridos ciudadanos nos toca padecer una pandemia paralela: la de los opinadores de toda laya y condición que nos agobian desde los medios televisivos, radiofónicos y de comunicación, además de los francotiradoes que disparan bulos como balas desde las redes. Hoy, cualquier asunto deviene de inmediato materia de espectáculo. Existe la conciencia, muy extendida, de que no se es nadie si no se ocupa un hueco en los medios de masas, los quince minutos de gloria que profetizaba Andy Warhol y que nos corresponden por derecho a todos los habitantes de la aldea global por el solo hecho de haber nacido en este tiempo. Otros derechos, en cambio: al trabajo, a la vivienda, a la intimidad, andan bastante desmejorados.
Son tiempos ilusionantes en lo concerniente a los avances tecnológicos, que no dejan de tener sus lados oscuros pero acabarán mejorando el mundo. En otros ámbitos, este tiempo está atravesado por un inmenso ruido. Por cierto, 'ruido', un concepto que en la teoría de la comunicación designa todo aquello que frena, interrumpe, perturba o distorsiona una verdadera comunicación. Uno de los 'ruidos' más disonantes y ensordecedores se produce en torno a la pandemia. Por un lado, las opiniones relativas a su procedencia, que van desde la cauta especulación sobre su origen animal hasta las teorías conspiranoicas que afirman haber sido creado en un laboratorio para castigar no sé qué comportamientos o las que la atribuyen al advenimiento de la nueva tecnología del 5G.
El ruido se acentúa cuando se trata de tomar medidas para reducir la pandemia. La diversidad de propuestas de actuación es tal, los intereses políticos tan diversos y abundantes, y de tal calibre sus interferencias en la urgente recuperación que cualquier medida se convierte en una selva de contraindicaciones. La gente de la calle andamos sin orientaciones serias, lo que se traduce en una relajación de las medidas y las precauciones, con los consiguientes repuntes de la enfermedad, cuando no de brotes de histeria y afectación en las funciones psíquicas de la ciudadanía.
A todo lo anterior se añade el hecho de que desde la televisión y las redes nos asaltan los opinadores, que, en lugar de poner orden en las ideas, contribuyen al caos difundiendo dictámenes contradictorios, introduciendo dudas sobre las medidas que adoptan las autoridades y proponiendo soluciones según con qué pie se han levantado de la cama o el sofá. Son analistas que nos agobian con informes de organismos oficiales, laboratorios privados, universidades propias y las inevitables americanas o inglesas (incluidas las que forman 'licenciados en plastilina', según acertada expresión de mi buen amigo Francisco Méndez). Hay, en fin, los que van por libre y persiguen como objetivo máximo de su vida asomarse a esos minutos de gloria de los que hablaba anteriormente.
En toda esta fauna opinante pueden distinguirse varios tipos, entre ellos los 'expertos'. Cada vez que se asoman a los medios lo hacen respaldados por sus titulaciones, másteres y cargos, que son el argumento de autoridad que les proporciona el prestigio. Son de muy variados tipos: virólogos, investigadores, médicos, catedráticos, becarios en el extranjero, ejecutivos de laboratorios... No es de extrañar que, ante esta multitud de opinadores, la población ande desorientada y confusa, tanto que se echa en brazos de iluminados de toda laya, como el que propone atacar el virus bebiendo lejía diluida o curarlo con dosis masivas de zumo de limón (lo que nos vendría de perlas para subir los precios de nuestra fruta dorada).
Tertulianos y todólogos vienen a ser lo mismo, además de una especie en peligroso aumento. De todo opinan, aunque no pertenezca a su área de conocimientos. Contratados por los medios audiovisuales, lo suyo es hablar y hablar aunque no siempre sepan de lo que hablan. Suelen estar repartidos y equilibrados según los colores del espectro político (rojo, azul, verde, morado, naranja y amarillo, como sabemos), de manera que les asoma el plumero de la ideología, aunque hay medios que los tienen del mismo color pero en sus diferentes gamas. Modernos 'Ramonet' de la palabra que en vez de mantas venden opiniones. Ciertamente, aportarían alivio en una situación puntual, pero en una sostenida, como ocurre con la pandemia, no sirven porque resultan repetitivos, predecibles y chapuceros.
De inferior categoría son los popularmente conocidos como 'sabeores', que, según la lengua de la calle, y por no tener títulos que los avalen, hablan al tuntún y de oídas, por lo que se equivocan con frecuencia, propagan bulos imposibles, alarman sin motivo y gustan de llamar la atención, a pesar de su escaso crédito social. Visto el panorama, lo mejor es taponarse los oídos hasta que escampe y encerrarse con ese maravilloso invento de los libros.
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