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Por mucho que a los juristas nos guste señalar la importancia del Derecho, de lo mejor que puede ocurrirle a casi cualquier norma, es que ... no haga falta utilizarla. La mayoría de leyes están previstas para solucionar conflictos, pero si no hubiera conflicto, podría ignorarse felizmente la Ley. Un matrimonio no se preocupa de ordenar su vida económica de conformidad con el Código Civil, solo lo hace cuando se abren las puertas del divorcio. Así, casi con todo. Sin embargo, el Derecho sigue siendo necesario, como una red de seguridad, para cuando todo lo demás falle. Porque, tarde o temprano, fallará y, cuando lo haga, lo único que se interpondrá entre la sociedad y el caos será el Derecho que hayamos creado. Esto se puede aplicar desde en lo pequeño, hasta en lo enorme. Y por eso es vital estar preparados, tener nuestras redes listas, porque nunca se sabe cuándo se va a caer. Nosotros llevamos ya un año cayendo, y no estoy seguro de si, durante este tiempo, se ha estado legislado una red de seguridad, o una tela de araña de la que no hemos podido escapar.
La pandemia ha sido, como fenómeno global, imprevisible e inevitable. Los Estados no estaban preparados, ni tampoco las instituciones, ni nosotros mismos. Y, en esas circunstancias, se hace lo que se puede. Al menos de principio. Pero el tiempo ha ido pasando, como también la oportunidad de afrontar las cuestiones importantes sin la presión de la urgencia incontenible. Ahí es cuando siento que ha fallado toda la normalidad legislativa, enterrada en una excepcionalidad continuada que, justificada o no, hemos acabado asumiendo como normal. En un principio, las medidas extraordinarias eran las únicas posibles, pero no se han afrontado esas circunstancias de un modo general, creando leyes básicas, sólidas, que fueran cubriendo todos los huecos creados por la crisis. Se ha optado por consagrar el estado de excepción como una «nueva normalidad» que lo es ya, normalidad, porque la hemos acabado aceptando como tal.
¿Pueden creer que, a día de hoy, ni siquiera es claro sin son válidas las sanciones impuestas por incumplir las restricciones del estado de alarma? Como varias sentencias ya han señalado, el Real Decreto que acuerda el estado de alarma no acuerda infracciones y sanciones propias, sino que se remite a otras leyes (que no recogen como infracciones supuestos tan nuevos y específicos como incumplir el toque de queda, o no vestir mascarilla). Puede ser una cuestión discutible, pero ese es precisamente el problema: algo que se supone vital, que ha supuesto miles de sanciones, y que podrían resultar todas nulas (con el coste material y de legitimidad de la norma que eso supone). Lo peor es que, con tres artículos más que se hubieran introducido en el Real Decreto, o en cualquiera posterior, habría bastado para solucionarlo. Menos de una hora de trabajo. Se hizo mal, no se corrigió, y sigue así. Y a nadie parece importarle. Puede ser este un supuesto pequeño, menor al lado de otros muchos, pero es un gran ejemplo de cómo se han hecho las cosas.
No se ha legislado para establecer una red normativa que nos dé seguridad y certeza, sobre todo en algunas graves cuestiones constitucionales muy afectadas por la excepcionalidad normalizada. Se ha hecho para salir del paso, en cada momento, buscándose el máximo rendimiento político de cada norma y medida –a nivel nacional, y también autonómico–. Tampoco parece que se haya hecho de forma ordenadamente descentralizada –si es que acaso eso existe en España–, sino con una constelación de normas y restricciones dispares, haciendo cada vez más desiguales los derechos de los ciudadanos, por vivir un kilómetro al norte o al sur, al este o al oeste. Y si al menos hubiera servido para ser parangón de eficacia sanitaria, o económica, algún consuelo habría. Pero tampoco ha sido ese el caso.
Todo esto podría acabar siendo una oportunidad para aprender de lo sucedido y, juntos, no esperar a volver a tropezar para construir el Derecho que nos sostenga en nuestra próxima caída. Pero hay un reverso tenebroso: cuando hemos normalizado lo excepcional hasta asumirlo como cotidiano, a lo mejor hemos convertido en ordinaria a la que fuera 'nueva' normalidad. Puede que nuestro nuevo modelo sea uno con instituciones rotas, leyes mal hechas y un debate público focalizado en la polarización de conflictos inmediatos. El olvido indolente y perpetuo de aquello que no sea capaz de conseguir una portada, un minuto de actualidad. De todo lo que, normalmente, de verdad importa.
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