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Hace tiempo adquirí un coche. La empresa me envío más tarde por correo electrónico un largo cuestionario sobre mi grado de satisfacción. Respondí por cortesía a cuestiones cuyos pormenores no recuerdo, aunque sí que algunas de ellas versaban sobre las marcas entre las que estuve dudando antes de decidirme por la que finalmente compré. Tras contestar, me di cuenta de que, además de ratificar las condiciones de la compra, también había informado a la empresa sobre asuntos decisivos para sus intereses; por ejemplo, dándole pistas sobre mis preferencias automovilísticas y las marcas que competían con ella, lo que combinado con mi edad y situación social, y sumada mi opinión a las de otros compradores, proporcionaba datos utilísimos sobre ciertas tendencias del mercado.
En las revisiones del coche seguí evaluando cuestiones como el trato recibido por mecánicos y administrativos (quienes me recomendaron que lo hiciera con la máxima calificación, 'excelente', algo que cumplí porque la atención dispensada y su trabajo lo merecían y porque, además, no quería ponerlos en dificultades laborales). Aquella insistencia evaluadora es hoy una costumbre social. Basta con telefonear para un servicio cualquiera y damos por sentado que deberemos responder a un cuestionario. A veces, el asunto raya en el disparate, como cuando solicitan nuestra opinión por teléfono antes de arreglarnos una avería. Salí del váter público en un aeropuerto y una máquina me solicitó valorar la limpieza de los lavabos apretando unos botones con dibujos infantiloides. Acabé de comprar un libro y, antes de retirarme, la empleada me pidió que, delante de ella, valorase en la máquina del mostrador su actuación conmigo e incluso qué me parecía el libro.
Naturalmente, apretamos el icono del sonriente monigote afirmativo, no sea que el trabajador vea peligrar su trabajo. Las empresas no quieren saber el porqué de nuestra satisfacción o insatisfacción, qué estrategias de venta han desplegado los vendedores, si el producto nos parece caro o barato... Nos piden una valoración falsa, por incompleta, para salir del paso y elaborar una estadística perfecta y maquillada convenientemente. Casi nadie suele evaluar negativamente una compra voluntaria, y menos cuando acaba de realizarla. Los arrepentimientos suelen venir a posteriori. Pero no hay evaluaciones posteriores, pues los resultados no siempre serían positivos. Las empresas prefieren opiniones apresuradas, 'a pie de urna', sujetas por tanto a errores e imprecisiones y carentes de tonalidades, pues no interviene la palabra y su capacidad de matices a través de los 'sí', 'pero', los 'sin embargo', los 'porqués', los 'a pesar de que'... Evaluar se ha convertido en un concepto empresarial básico, al tiempo que una molestia para los usuarios, que, además, pasan de evaluadores a colaboradores del sistema económico.
También la enseñanza, desde la Ley General de Educación de 1970, instituyó la evaluación continua, mejorando el viejo concepto de calificación, y añadiendo de paso una ingente serie de pautas sujetas a escrutinio, tantas que exigían del profesorado una especialización psicológica que se añadía, con tanto o más valor que ella, a la pedagógica. Conceptos como la integración en el grupo, la disposición hacia la asignatura de cada alumno, la regularidad en la asistencia, la atención a las explicaciones, el grado de asimilación de cada uno de los aspectos de las materias, el nivel de compromiso con los valores sociales predominantes...
Aunque supuso un enorme avance, para los profesores se convirtió en una labor titánica, dado el excesivo número de alumnos y la escasez de tiempo para la tarea. La incorporación al sistema educativo de tecnologías que relegan al profesor a ser un mero comprobador o guía de cómo los educandos se adaptan a tablets y ordenadores ha venido a complicar el asunto. Mientras, quienes las inventaron –los 'chicos del garaje' que trabajan para la GAFA -Google, Apple, Facebook, Amazon– educan a sus hijos en escuelas tradicionales, donde están prohibidos los artilugios que recomiendan para los hijos de los demás y en las que prima la relación directa entre profesor y alumno.
El mundo de la mercadotecnia nos quiere alocadamente contentos, siempre en 'modo' fiesta, para comprar a manos llenas todo lo que pongan ante nuestras narices de bobos asombrados que creen habitar el mejor de los mundos posibles. En el ámbito del trabajo, incluidos los más precarios, también puntúan los clientes a los pobres trabajadores semiesclavos que reparten pizzas o paquetes en bicicleta jugándose la vida en el tráfico infernal de las ciudades.
Nadie nos pide, en cambio, que evaluemos los misterios e incongruencias del recibo de la luz, la presión intolerable de bancos y multinacionales sobre la economía y la vida diaria, así como las tasas con que, hasta casi por respirar, nos castigan, o que demos nuestra opinión sobre la contaminación del planeta (verbigracia, la del Mar Menor) producida por la gestión irresponsable y ciega de tantas empresas y poderes públicos.
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