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La Ley Orgánica 3/2021 de regulación de la eutanasia (LORE) entró en vigor el viernes 25 de junio, solo tres meses después de su ... aprobación; y supone un reto para la medicina y la sociedad con riesgos y oportunidades.
Se exageran, por ejemplo, los peligros de 'pendientes resbaladizas' que advierten de excesos en su aplicación por parte de los profesionales o presuntas persecuciones ideológicas a los sanitarios por objetar o no hacerlo. Es un riesgo politizar excesivamente un derecho de salida que cuenta con un argumentario ético suficiente, apoyo social y parlamentario amplios y precedentes internacionales con décadas de experiencia que no hablan de supuestos excesos, sino de una aplicación equilibrada y un uso minoritario.
Hablamos poco, por el contrario, del problema que representa buscar una solución irreversible a un sufrimiento subjetivo donde pueden existir determinantes relacionados con condiciones de vida. Garantizar una 'muerte digna' a alguien al que no hemos garantizado una 'vida digna' no suena demasiado equitativo. Por eso, es un riesgo que no existan fuertes salvaguardas sociales para garantizar que nadie pida la 'eutanasia' por falta de medios económicos, habitacionales, sensación de ser una carga para su familia o vivir en soledad.
También parecen insuficientes las salvaguardas clínicas, tanto para asegurar los adecuados cuidados paliativos –accesibles, centrados en el domicilio, gestionados por los profesionales de más confianza y cercanía– como para respaldar un proceso comunicacional deliberativo y de clarificación de valores del paciente que sea de calidad. Ambas circunstancias solo pueden darse en el seno de una relación profesional-paciente de larga duración, donde el equipo sanitario tenga el mejor conocimiento del contexto social o familiar, y que cuente con el tiempo y formación suficientes. Este contexto se puede dar en el ámbito de la atención hospitalaria, pero es más propio de la atención primaria, en este momento, un nivel asistencial precarizado en lo laboral y saturado por la demanda. Hay riesgos de externalización de la prestación en la asistencia privada, lo que establecería una peligrosa ruptura de la continuidad asistencial.
En lo puramente procedimental, la LORE no diferencia entre eutanasia (el profesional aplica los medicamentos para producir la muerte del paciente) y suicidio asistido (el profesional prescribe los medicamentos y el paciente decide cuándo ingerirlos). En países donde se ha legislado diferenciando ambos conceptos, muchos pacientes finalmente no hacen uso del cóctel lítico; al parecer, la sensación de control es, de por sí, suficiente para muchos enfermos. En nuestra ley se confunden lamentablemente ambos procesos impidiendo la utilidad empoderadora de la ayuda médica para morir prescrita.
Pero también hay oportunidades. Hasta los defensores acérrimos reconocen que la ayuda médica para morir debería ser una excepción. Antes pueden ponerse en marcha otras herramientas de ayuda al bien morir como son los procedimientos de limitación del esfuerzo terapéutico, sea con abstención o retirada de medidas de soporte vital. Estos procesos de toma de decisiones deberían estar sustentados en la voluntad previa expresada de los pacientes, adecuadamente explorada (comunicación), actualizada y registrada (sistemas de información). La LORE puede contribuir a clarificar y mejorar estos procedimientos y activar una arquitectura organizacional capaz de darles soporte.
La mayoría de las peticiones de ayuda médica para morir son un grito de socorro que debe activar recursos de ayuda profesional destinados a atender esa demanda de alivio del sufrimiento, inicialmente, distintos a la eutanasia que, por supuesto, no es un derecho a la carta. Que los pacientes se sientan libres de solicitar esta ayuda puede ser una oportunidad de identificar enfermos con estas necesidades. La ayuda médica para morir es utilizada en los países con más tradición por no más del 4% de las personas que fallecen. El reto está en mejorar los procesos de bien morir, no solo de este, normalmente muy empoderado, grupo de la población, sino del 70% de personas ancianas y/o dependientes que fallecen cada año tras décadas de padecer una enfermedad crónica y que no van a plantearse estas opciones de último recurso.
En nuestra opinión, el trascendente cambio de las líneas rojas se ha aprobado con menor debate social del deseable y exigua participación de las partes afectadas, especialmente las profesiones sanitarias, inmersas en la gestión de una pandemia. Se ha marrado una ocasión para aprender de las lecciones de las legislaciones internacionales existentes y regular, equilibradamente, el conjunto de la atención al final de la vida contribuyendo a una madura deliberación social que promueva vivir bien el morir. Dado el imposible plazo impuesto por el legislador casi todo está por hacer: esto es un riesgo, pero también una oportunidad.
Mejorar el bienestar de los ciudadanos, en una sociedad envejecida donde las personas viven cada vez más años sufriendo enfermedades crónicas, exige abordar los procesos de morir y envejecer como una parte trascendental de una buena vida. Intentemos estar a la altura: modulemos los riesgos y aprovechemos las oportunidades. Hay tarea.
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