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En muy raras ocasiones nuestras más sólidas instituciones se ven obligadas a enfrentarse a la shakesperiana disyuntiva entre ser o no ser. Sin embargo, como ... lo perverso es amigo de lo posible –recuerden las leyes de Murphy–, el contexto geopolítico actual ha puesto a una entidad tan robusta como la Unión Europea ante su particular 'to be or not to be'. Y es que la respuesta que el Viejo Continente ofrezca a los retos tecnológicos, económicos y políticos del presente determinará no solo su papel en el orbe del mañana, sino también su capacidad para sobrevivir en el mismo.
Si hacemos un ejercicio de retrospección, observamos que la Europa de hoy –entendida como organización– se originó por un desesperado anhelo de paz. Así, finalizada la II Guerra Mundial y con el ánimo de liquidar las rivalidades que habían sembrado occidente de conflictos, germinaron las Comunidades Europeas como instrumentos de conciliación. Poco a poco y merced al éxito que cosecharon, distintos países se adhirieron a ellas, conviertiéndose con el tiempo la economía de mercado y la libre circulación de personas y capitales en características propias del entorno europeo. Hasta tal punto fue patente la intención de 'unificación', que más tarde surgió el euro como moneda única y máxima expresión de la integración económica. Pero, además, todas las partes coligieron que el correcto funcionamiento del proyecto exigía de sociedades abiertas que renunciasen a parcelas de su soberanía en aras de un bien común supranacional, circunstancia esta que, junto a la alianza con Estados Unidos, la caída del muro de Berlín y el desmoronamiento de la Unión Soviética, hizo de la Europa occidental la punta de lanza de un modelo político que parecía iba a extenderse al resto de la civilización; dicho en otras palabras, las democracias liberales y sus irrenunciables postulados de libertad e igualdad se convertirían sin solución de continuidad en los principios que regirían la convivencia de la inmensa mayoría de los ciudadanos del planeta. Sin embargo, apenas medio siglo después, nada es lo que se intuía.
En el marco de la llamada cuarta revolución industrial asistimos desde hace algún tiempo a una pugna por la supremacía mundial entre China y Estados Unidos. La porfía entre ambos se extiende a todos aquellos ámbitos que pueden otorgar una posición preeminente a la hora de liderar el mañana, ya sea el comercial, el tecnológico, el científico o el espacial. Ahora bien, pecaríamos de ingenuos si pensásemos que solo son estas las fuerzas que pelean por gobernar el futuro; indudablemente hay dos protagonistas, pero en el escenario internacional abundan los actores secundarios que marcarán el desarrollo de los acontecimientos. Por eso, en un mundo globalizado, cuyo eje se ha trasladado al Pacífico y en el que Estados emergentes y enclaves estratégicos tienen cada día más valor, también la vieja Europa debe dirimir qué papel quiere desempeñar.
La decisión que tomemos al respecto no es baladí. Antes al contrario, diversas vicisitudes la convierten en crucial, siendo dos los elementos esenciales a tomar en consideración para adoptarla: en primer lugar, que ningún país europeo individualmente considerado tendrá significación alguna sin contar con los demás; y en segundo término, que lo que se ventila no es solo quién nos capitaneará en la segunda mitad del siglo XXI, sino las consecuencias derivadas de su liderazgo. Así pues y partiendo de la imperiosa necesidad de caminar juntos para gozar de cierta relevancia, parece claro que es preciso actuar como un bloque, profundizando en el proyecto político y económico en que se ha convertido Europa y persistiendo en la cesión de parte de nuestra capacidad de decidir para ofrecer una respuesta unitaria a los desafíos a los que nos enfrentamos. Por otra parte y en relación al segundo de los elementos citados, a nadie escapa que tras la guerra fría entre China y Estados Unidos se esconde un profundo debate moral: ¿queremos seguir viviendo en una sociedad democrática, libre e igualitaria, o preferimos sacrificarla por la seguridad que ofrece un estado intervencionista? En mi opinión, solo debe contemplarse la primera opción, por lo que han de arbitrarse los acuerdos y mecanismos necesarios para fortalecer el Estado de derecho como marco de convivencia y estrechar el vínculo atlántico con nuestro aliado americano, urgiéndolo para que se aleje de planteamientos aislacionistas y transite hacia la exportación y protección de su sistema político, económico y social.
Lo que no deja de ser poderosamente llamativo es que ante esta encrucijada histórica, cuando está en juego nuestro futuro y la pervivencia de valores como la libertad y la igualdad, solo una minoría de nuestros representantes pongan su empeño y capacidad al servicio de políticas proactivas que fortalezcan la Unión Europea, consoliden la democracia abierta como el mejor de los sistemas e impidan que el patrón autoritario y restrictivo de China sea el que modele lo venidero. Ojalá la aparente falta de atención a cuestión tan capital sea solo una ficción motivada por la imposibilidad de resumir algo tan importante en los 140 caracteres con los que se articula gran parte del discurso político del presente. De no ser así, lo lamentaremos.
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