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Veinte años tintineando en el bolsillo y adormilado en las carteras. El euro, aquella moneda de múltiplo extraño, acaba de cumplir dos décadas. Los jóvenes no se acuerdan de la difunta peseta. Tienen la misma confusión que aquellos que aún oímos a nuestras abuelas hablar ... de reales, o peor. Porque esta chiquillería hija de las macrocrisis confunde la peseta con aquella moneda que tenía un agujero en medio, esa que algunos maníacos del coleccionismo o de la superchería metían en un cordel, y no tiene ni idea de lo que era un duro. Más o menos como un sestercio debe de suponer en sus cabezas imbuidas de aplicaciones móviles, erasmus y algoritmos.
La entrada en el euro supuso la modernidad definitiva, la consagración de España como un país europeo perfectamente integrado en un continente con el que hasta poco antes parecíamos estar destinados a actuar como una especie de prolongación añadida, un postizo de gente apegada a un folclore aparatoso y a un individualismo que no se sabía si era herencia del bandolerismo o de los genios sueltos que periódicamente surgían en esta trastienda europea. En la dictadura, con la efigie de Franco en la peseta rodeado por una leyenda que lo consagraba como caudillo por la gracia de Dios, se hablaba del Mercado Común como de un ente maquiavélico al que sin embargo nos íbamos a unir de modo inmediato. No importaba que uno de los preceptos fundamentales para entrar en ese privilegiado club fuese ser una democracia. Imperaba la patraña, y la verdad era una bagatela con la que se mercadeaba a diario.
De modo que la entrada en Europa allá por 1986 y la incorporación al euro con la vanguardia de la UE mandaban a la prehistoria aquel país de misticismos pedestres y vanas ensoñaciones imperiales. El recelo que muchos mostraron hacia la moneda única se desvaneció al poco tiempo. No era posible usar la muleta de la devaluación de la peseta en tiempos de crisis pero a cambio estábamos, estamos, bajo el paraguas de una moneda fuerte, con representación directa en el Banco Central Europeo y formando parte indispensable de una potencia continental en un tiempo de globalizaciones. El balance, salvo para los descreídos que hablan de la troika como de una nueva encarnación de Satanás, ha sido altamente positivo a pesar de los inconvenientes menores que trajo el euro. Pulularon aquellas maquinitas que llevaban a cabo el cambio infernal, 166,38 pesetas la unidad. Los camareros se quejaban por lo rídiculo de las propinas mientras el resto del mundo redondeaba al alza y seguía contando las sumas elevadas en unas pesetas que ya pertenecen a la calderilla de la memoria.
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