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Estrechar las manos

La percepción sensorial que depara el contacto entre dos personas al encontrarse viene a ser una forma de comunicación

Lunes, 3 de agosto 2020, 10:23

Acostumbrados, al coincidir con otras personas, a ese ademan tan espontáneo de estrechar las manos, nos hemos visto obligados a suprimirlo a cuenta del coronavirus. Ha sido necesario adoptar nuevas formas de saludo, que minimicen el riesgo de rozar superficies corporales, como las manos, para no favorecer los contagios. La súbita irrupción de tan inesperadas medidas –tanto para evitar como para adaptarnos a nuevas formas de cortesía– nos ha pillado desprevenidos, alterando acciones que antes realizábamos de una forma maquinal. Se trata de cambios que, por insólitos, parecen chocantes, incluso artificiosos y algo extravagantes, hasta que los asimilamos como normales. Ocurre así con la original sustitución del clásico apretón de manos, por el inédito procedimiento de chocar los codos. Esto último se percibe como poco natural y cuesta aprehenderlo de forma instintiva. Aunque no nos quede más remedio que habituarnos, hasta integrar ese nuevo automatismo como muestra de buena educación.

Sabido es por reiterado que, tras manosear una superficie contaminada en la que puede permanecer el virus durante unas horas, si no nos lavamos a continuación con agua y jabón –o impregnándolas con las generalizadas soluciones hidroalcohólicas–, se favorece el contagio. Primero el individual, dada la tendencia inconsciente a tocarnos la cara constantemente. En el caso altamente probable de la mucosa de la nariz, boca u ojos, la infección es factible ya que el virus franquea estas puertas de entrada al organismo. Del mismo modo, esas manos sin descontaminar pueden, al estrecharlas, trasferir la infección a otras personas. Lo más aconsejable es abstenerse de esta concreta acción y tenerlas quietas, a resguardo en los bolsillos u ocupadas en otros menesteres. O, en ocasiones determinadas, acudiendo a esa barrera que son los guantes. Es un complejo adiestramiento, olvidando inercias arraigadas y sustituyéndolas por rutinas novedosas.

Resulta ocioso señalar el significado primordial de las manos para la especie humana. En gran medida por la singular propiedad de oponer el pulgar con el resto de los dedos, rasgo esencial para el desempeño de las actividades usuales, así como otras destrezas y habilidades. No menos emblemático es el significado cultural, simbólico, por expresivo, como apoyo, refuerzo o sustitución de la comunicación no verbal, basada en una vasta diversidad de movimientos. Una gestualidad que contiene tantos matices en los aspavientos vehementes –como prototipo casi diferencial de la idiosincrasia latina, mejor italiana–, y reforzando argumentos expresados mediante palabras. O agitándolas para saludar desde la distancia. También para mostrar rasgos de humanidad en actitudes de súplica, perdón, caricias, tendiéndolas para ayudar o curar. O con el sentido espiritual que confiere el signo de recogimiento uniendo las manos en actitud orante. También con la finalidad de exteriorizar signos de victoria o de insulto, de muerte y de perdón.

La percepción sensorial que depara el contacto entre dos personas al encontrarse viene a ser una forma de comunicación. El cuerpo transmite señales imperceptibles, que en cierta manera ayudan a forjarnos una comprensión del otro, ya sea con actitudes, miradas o tics diversos. En el caso de personas desconocidas, tendemos a encajarlas en moldes estereotipados. A lo largo de la historia, dar la mano se ha interpretado con sentido antropológico. Desde el saludo romano, apretando los antebrazos como signo de camaradería, pasando por la consideración de que se estableció como señal visible de no portar armas ocultas, hasta ese entrechocar las palmas surgido de la moda del baloncesto actual. Hay toda una tipología establecida respecto al modo de estrecharlas, tanto en la forma como en la intensidad con la que se aprieta. Un apretón firme denotaría un espíritu activo, contundente, de alguien decidido y sin complejos. Mientras que dar la mano con flacidez, lleva a minusvalorar el carácter de la otra persona.

Ahora, integrada la infección viral en nuestras conciencias, las manos condicionan innumerables actitudes vitales. Importa destacar, como ya hemos referido, la previsible relación de los saludos con la salud. De hecho, ambas palabras comparten étimo, derivadas de la raíz latina salus. Por medio de esta muestra de corrección social, solemos desear al otro que goce de ese bien tan preciado, en el que el cuerpo ejerce con normalidad todas sus funciones. Salus era asimismo la divinidad romana para la prosperidad y el bienestar del pueblo. Se invocaba cuando sobre la república se cernía un grave peligro, indicando además que el interés colectivo debería informar toda disposición legal, con preferencia al provecho individual. Una idea aplicable al actual momento para que –desde la base de la conducta personal, en actos tan sencillos como los saludos–, repercuta en el bienestar colectivo. Nada ha cambiado, con el devenir del tiempo, en el propósito esencial de saludar al prójimo. Solo que, ahora mismo, deseamos su salud con palabra sincera, pero también de obra.

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