España me da miedo
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MAPAS SIN MUNDO ·
La estrategia de los partidos ha dejado de desenvolverse dentro del territorio delimitado por la Constitución para deambular por su fino perímetroHace unos días escribía un artículo sobre la muerte de la política, y lo remataba afirmando que la Región de Murcia me daba miedo. Ahora, ... ese sentimiento de temor vuelve a emerger como estado de ánimo dominante, pero extrapolado a una escala mayor: España. Lo vivido durante los últimos días –y, especialmente, el pasado jueves– en la política nacional describe un insoportable estado de tensión que, en estos momentos, parece muy difícil de rebajar. La burbuja de la crispación y de la hipérbole discursiva ha llegado a tal punto de desarrollo que, a día de hoy, ha dejado de ser gestionable por sus creadores y solo parece poseer un final: la explosión. Una explosión con consecuencias imprevisibles y que afectarían a nuestro sistema de convivencia: la democracia. No creo dramatizar un ápice si afirmo que la política española vive el periodo de más agresividad y pulsión aniquiladora –del contrario– de toda la historia de la democracia. El ambiente es irrespirable, mezquino. Aquella transformación del aire en gas natural que tan poéticamente describía Antonio Vega en su inmortal 'Lucha de gigantes' es ya una realidad que contamina diariamente los pulmones de quien se atreve a asomarse a la vida pública de este país. Ninguno de los dos bloques –el de derechas y el de izquierdas– está haciendo nada por rebajar la polución que, por densa y pringosa, ya se puede agarrar con las manos.
De un lado, está el bloque de derechas y su más que peligrosa estrategia de denunciar la ilegitimidad del Gobierno de España. Que el 'moderado' Feijóo afirme, con todo su cuajo, que el actual Gobierno no posee legitimidad constituye una imperdonable concesión al populismo de la ultraderecha, así como un peligroso caldo de cultivo para todos aquellos enloquecidos que se quieran tomar la justicia por su mano. Una de las enseñanzas que nos ha dejado el último siglo de historia es que los golpes de Estado se gestan en la consolidación de una masa crítica –habitualmente militar– que considera ilegítimos a los gobernantes elegidos en las urnas. El PP tiene como lideresa de facto a una persona como Díaz Ayuso que está practicando, día tras día, un discurso abiertamente antidemocrático. Que la presidenta de Madrid afirme, con absoluta impunidad ni llamadas de atención, que hay que echar a los actuales socios del Gobierno de España de las instituciones supone un salto cualitativo demencial en este discurso de la deslegitimación, en tanto en cuanto ya no se trata de desear su paso a la oposición, sino de negarles cualquier posibilidad representativa en las instituciones españolas.
La guerra sucia que se ha apoderado de la política española ha mostrado igualmente su peor cara en el recurso del PP al Tribunal Constitucional con el objetivo de detener la renovación del CGPJ en el Parlamento. La estrategia de los partidos ha dejado de desenvolverse dentro del territorio delimitado por la Constitución para deambular por su fino perímetro. No se puede decir que este recurso a la desesperada del PP sea anticonstitucional, pero sí se puede afirmar que tensa el marco democrático hasta someterlo a una presión que difícilmente se puede perpetuar en el tiempo. También es cierto que la decisión del Gobierno de acortar los plazos de tramitación de determinadas leyes y de aceptar la rebaja de las penas por los delitos de malversación no contribuye precisamente a la mejor salud de la democracia. Se mire como se mire, esta última iniciativa –la de la reforma del delito de malversación– es una cagada en toda regla, difícil de digerir para cualquier ciudadano en general, y para el de izquierdas en particular. Es evidente que la única vía para reconducir el conflicto catalán es la política. Y, llegado el caso, y dentro de un marco legal, no vería mal la convocatoria de un referéndum en el que las diferentes partes se pudieran expresar con libertad –siempre he pensado que las naciones no son entidades metafísicamente inamovibles–. Pero, dentro del marco de negociación, hay muchos canales por los que encauzarla sin necesidad de tocar el Código Penal unilateralmente. El mensaje que se lanza con la reforma del delito de malversación es que, en realidad, lo que está sobre la mesa no es tanto el encaje de Cataluña en España cuanto la necesidad urgente de redactar un Código Penal 'ad hoc' que exonere a los líderes del 'procés'. Y esto no deja de ser pan para hoy y hambre para mañana. Indudablemente, la situación en Cataluña está mucho más apaciguada que en 2017. Pero, a día de hoy, el 'revisionismo penalista' del Gobierno solo ha conseguido aplicar vaselina sobre el pasado, no solucionar el futuro.
Tensar las instituciones no te conduce a la ilegalidad, pero sí que te resta autoridad ética. Unos y otros lo están haciendo. Y, mientras perseveran en ello, los insultos, las amenazas, las hipérboles crecen y llevan al lenguaje hasta la extenuación. Las palabras han dado ya del todo de sí a la hora de deslegitimar al adversario. No cabe ninguna barbaridad más en boca de nadie. Y ese es el problema: que, cuando el lenguaje agota sus recursos, el siguiente paso en venir resulta temible. Lo repito: me da miedo España. Los frenos de los diferentes actores políticos se han roto y, en cualquier momento, el accidente se va a producir.
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