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Emigración: una cosa es predicar y otra...

Agilizar las medidas de rechazo de refugiados no políticos y penalizar a los países de los que procedan y no quieran readmitirlos son parches

Miércoles, 30 de septiembre 2020, 01:15

La Unión Europea, reflejando la división en que está sumergida en infinidad de temas, ha dado un paso atrás en el tratamiento de la emigración. Es, en realidad, una muestra de que en casi todo el mundo han crecido las reservas para la acogida de personas que escapan de la guerra, la persecución o simplemente de las penalidades económicas.

A la hora de considerar quién es más receptivo para acoger a estos necesitados hay sorpresas que indican que son bastantes los gobiernos o sociedades a los que se les llena la boca con un buenísimo trasnochado y altisonante y otros más calladitos pero que, en realidad, abren más las puertas.

El prestigioso instituto Gallup ha realizado una voluminosa encuesta en muchos países del mundo formulando tres preguntas: ¿está de acuerdo con la llegada de emigrantes ?, ¿le importaría tenerlos de vecinos?, ¿le importaría que contrajeran matrimonio con un miembro cercano de su familia? Entre los encuestados con respuestas más favorables a la emigración, primera sorpresa, no hay ninguna nación de la Unión. La lista la encabeza, en las tres respuestas y de forma clara, Canadá seguida de Islandia, Nueva Zelanda, Australia, Sierra Leona y, segunda sorpresa, Estados Unidos. El país, para algunos, xenófobo es más hospitalario que muchos europeos: 90% de los estadounidenses aprueban la recepción de emigrantes y un 86% no objeta a la vecindad ni al matrimonio mencionado. Estados Unidos nos aporta la cuarta sorpresa, Trump, tildado de racista por sus comentarios sobre los mexicanos, ha deportado en tres años a 584.000 personas y debutó amenazando con expulsar a un millón. Las cifras, sin embargo, palidecen con las del progresista Obama, al que nadie se le ocurriría tildar de racista: deportó en ocho años a tres millones. Clinton, de su lado, otro presidente demócrata, aprobó la ley IIRIRA, para muchos el instrumento más eficaz del último medio siglo para deportar a irregulares. Biden, el demócrata que podría derrotar a Trump dentro de semanas, prometió hace meses tener una política muy generosa con los emigrantes ilegales de los que en Estados Unidos hay más de once millones, unos dos tercios de ellos mejicanos. Cerca ahora de La Casa Blanca, el candidato ha suavizado sus manifestaciones en ese sentido.

Otro ejemplo, comprensible para muchos, de que una cosa es predicar y otra dar trigo es la actitud de los países limítrofes de Venezuela. En el estudio de hace años de Gallup emergían con un talante comprensivo hacia la emigración. En el actual ya son más cicateros. Una parte importante de la población de Colombia, Ecuador y Perú cree que la avalancha de refugiados resquebraja la economía, crea problemas en el sistema sanitario, etc... Chile viene siendo el más receptivo de los iberoamericanos, si bien es verdad que al no lindar con Venezuela el número de los llegados es infinitamente menor y, con frecuencia, se trata personas con mejor formación profesional.

La Unión Europea, concentrada en la lucha de todos sus miembros contra la pandemia, de forma una vez más no coordinada, y en la necesidad de ayudar a los más afectados, especialmente Italia y, cómo no, España, que sigue a la cabeza de todos los índices negativos –desempleo, caída de la economía, cierre de empresas, aumento de la deuda pública, muertes por habitante– se ha distraído momentáneamente del problema de la emigración que había aguijoneado nuestras conciencias con los naufragios en el Mediterráneo. El incendio del campo en el que se apiñan miles de refugiados en una isla griega ha resucitado el interés. El abandonar a esa gente choca con los valores éticos y jurídicos sobre los que se asienta la Unión. Por ello hace años en Dublin se aprobó una política receptiva que ha despertado recelos en los gobiernos de varios miembros. Remilgos que han desembocado en oposición frontal como es el caso de Hungría y otros.

Varios de los opositores de la política de puertas abiertas sostienen que hay una obligación moral recogida, además, en convenciones vigentes en Europa de permitir la entrada de un perseguido político o religioso, del que huye porque peligra su vida o teme ser violado, etc... Pero no, se apresuran a añadir, a los que vienen en busca de un bienestar económico que no les puede proporcionar su patria. Estas y otras motivaciones étnicas o religiosas han producido un levantamiento de escudos en varias naciones europeas .

Finalmente, Bruselas ha reculado. Buscando encontrar un compromiso que sea aceptable por todos, operativo sobre el terreno y que elimine, en algún caso, el veneno lento de la xenofobia, permite que haya países que no acepten el reparto prorrateado de los refugiados que lleguen a Grecia, Italia y en menor medida a España. Es un compromiso a la carta que salva la cara de la Comisión pero que pone en entredicho de nuevo la solidaridad comunitaria. Agilizar las medidas de rechazo de refugiados no políticos y penalizar a los países de los que procedan y no quieran readmitirlos son parches que no sabemos si funcionarán.

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